Javier Moreno - Jesús de Nazaret predicó el Reino de Dios y en cambio resultó, como si fuera un accidente, la Iglesia. La relación entre el “Reino de Dios” y la “Iglesia” ha sido abordada en ocasiones desde este esquema, un esquema que resulta a todas luces simplificador. Si es verdad que Reino de Dios e Iglesia no se identifican, no es menos cierto que no pueden oponerse, como si el surgimiento de la segunda fuera el producto de haber fracasado la realización del primero.
Todos los exegetas están de acuerdo hoy en día en que el núcleo de la predicación de Cristo fue el “Reino de Dios”. El exigir que en este mundo se instaure o el prometer que en este mundo se instaurará un “Reino de Dios” está suponiendo que en este mundo no es Dios quien todo lo domina, como podría suponerse desde el simple análisis del concepto de Dios. Si un Dios bueno y fuente del bien es creador y señor de su creación, ¿por qué existe el mal o la injusticia dentro de esa misma creación? Diversos sistemas, tanto metafísicos como religiosos, se han planteado siempre el problema, ofreciendo diversas soluciones, todas ellas sin duda con algún punto de plausibilidad. Es tentador, por ejemplo, ante la desesperada constatación de la magnitud y persistencia del mal, el pensar que éste tiene tanta consistencia como el bien, hasta el punto de caer en el dualismo teológico o cosmológico: un dios bueno que crea los espíritus y un dios malo cuyo ámbito sería la materia. Pero el cristianismo, ante este tipo de desviaciones, ha defendido la bondad creatural de la materia, así como la realidad y también la legitimidad la libertad humana, por la que se introducen en el mundo todos los desarreglos pero que no por eso deja de ser querida por Dios. Pues Dios ha querido así al hombre, con esa capacidad para amarle a través de todas las cosas, lo que implica también la misma posibilidad de negarle.
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