Aunque no hallamos en nuestras versiones bíblicas al uso ningún versículo concreto que nos diga literalmente algo así como sed equilibrados, todo el contexto de las Escrituras rezuma un equilibrio nacido de las tensiones dialécticas propias de su mensaje, y hasta de la manera en que fueron redactadas. Y no es porque, como en épocas pretéritas algunos estudiosos gustaban de señalar, los textos bíblicos se hicieran eco de aquel pensamiento socrático expresado en la sentencia medén agan (“nada en exceso”), sino porque la propia dinámica de la revelación bíblica así lo impone. Ahí está, sin ir más lejos, el conocido texto del Eclesiastés (7, 16) que reza: No seas demasiado justo, ni seas sabio con exceso, para concluir con la pregunta: ¿por qué habrás de destruirte? Por no citar otros pasajes que vienen a indicar, aunque con términos y en contextos diferentes, la misma idea.
El creyente ha de ser equilibrado como principio rector de su vida, algo que representa más un desafío que una realidad palpable, siendo que estamos inmersos en una sociedad que, no solo se muestra altamente desequilibrada en todos los sentidos, sino que pareciera promover el desequilibrio como regla, lo cual no deja de ser una contradicción que tarde o temprano pasa factura. El no saber hallar el punto exacto entre dos extremos, inevitablemente nos conduce a cualquiera de ellos. Y los extremos, como evidencia el día a día, resultan peligrosos, por no decir destructivos.
Personalmente, nos preocupa mucho el estado de desequilibrio en que se hallan sumidos muchos creyentes actuales en relación con su concepción de la fe, de la vida cristiana, o incluso de la propia Biblia, lo que, quiérase o no, incide de forma muy directa en su planteamiento de la realidad, y condiciona sus comportamientos y reacciones frente al entorno. Por no mencionar sino tres ejemplos muy patentes —demasiado patentes, a decir verdad—, nos referiremos en primer lugar a la idea tan extendida de que “no somos del mundo”. Estas palabras, entresacadas de una sentencia dicha por Jesús y recogida por el Evangelio de Juan 15, 19, se interpretan en amplios círculos como la necesidad absoluta de un rechazo frontal a todo cuanto implique el concepto “mundo”, siempre negativo. Lo que en labios de Jesús apunta a una condena al entramado político-religioso bien concreto de un judaísmo alejado de la prístina fe de Moisés y los profetas, capaz de condenar a muerte al propio Mesías enviado por Dios, ha tomado los tintes oscuros de una repulsa a la sociedad en general, incluso sus logros, y lo que es peor, su gente. ¿Cuántas veces no habremos escuchado palabras despectivas para con “esos del mundo”, que son precisamente aquellas “otras ovejas” que Cristo ha venido a rescatar? En siglos pretéritos de la historia del cristianismo, esta misma interpretación, llevada a un extremo, condujo a muchos creyentes a refugiarse en monasterios buscando tras sus muros pétreos una paz y una pureza que “el mundo” les negaba. Cuando la Iglesia medieval formuló el ideal de la vida monástica como una fuga sæculi (“huida del siglo presente”) y un contemptus mundi (“desprecio de este mundo”), no estaba demasiado lejos de tantos creyentes actuales que en todo ven maldad y perversión, y de todos se quieren guardar, sin darse cuenta de que el pecado está entretejido en los propios genes de toda la especie humana, no solo de una parte, y de que el espíritu de Cristo no es de condenación de los hombres caídos, sino de redención. En palabras del propio Jesús, es “el príncipe de este mundo” quien ha sido juzgado (¡y sentenciado!), pero Dios “amó al mundo de tal manera que dio a su Hijo Unigénito”. Un cristiano contemporáneo que viva su fe de forma equilibrada no necesitará andar huyendo de enemigos en ocasiones ficticios ni refugiándose tras falsos muros de tramoya. Cristo nos ha colocado en este mundo precisamente para que seamos luz. Y una luz se pone sobre el candelero —es decir, es bien visible—, y alumbra a todos (Mateo 5, 15).
En segundo lugar, encontramos en nuestros medios una grave distorsión de la realidad de la propia Escritura. Escuchando a ciertos creyentes, algunos de ellos hasta predicadores profesionales o profesores de ciertos seminarios, y, se supone, con cierta formación teológica, daría la impresión de que la Biblia hubiera sido publicada ayer mismo por primera vez y que hubiera caído del cielo tal como la leemos, es decir, en la lengua o la versión con la que estamos más familiarizados. Se dice en ocasiones que este fundamentalismo escriturario, que está haciendo verdaderos estragos en denominaciones evangélicas enteras, por no incluir también a las sectas, se explica como reacción al liberalismo teológico alemán del siglo XIX y a los trabajos críticos del siglo XX. Si es así o no, lo cierto es que aquel liberalismo decimonónico ya no existe, salvo en los manuales de historia de la teología contemporánea, y que los estudios críticos de las Escrituras, que en la mayoría de las ocasiones inciden sobre cuestiones puramente lingüísticas o literarias, lo único que hacen es contribuir a nuestro enriquecimiento, por darnos a conocer datos de inigualable valor sobre cómo se fueron componiendo los distintos libros que engrosan el Sagrado Canon y cuál era el significado exacto de algunos términos o expresiones de las lenguas originales de la Biblia que podrían pasar completamente desapercibidos en nuestras traducciones de hoy, llegando incluso a falsear por completo el sentido de los textos. Quienes desgraciadamente se empecinan en condenar como “diabólico” o “satánico” cualquier estudio crítico sobre los escritos bíblicos, caen siempre en la trampa de un literalismo despiadado que les priva de comprender el mensaje original o el sentido primordial de muchos pasajes escriturarios, y acaban profesando un fanatismo irracional en relación con algunas doctrinas o enseñanzas bíblicas, con lo que, en lugar de ensalzar el mensaje de la Palabra de Dios, en realidad lo arrastran por los suelos y lo exponen a la burla y el desprecio de muchos incrédulos. Un creyente equilibrado hallará que la inspiración de la Biblia no es incompatible con el talento humano —¿no son acaso las
capacidades artísticas, literarias incluidas, un gran don del Señor?—, de forma que aprenderá a leer las Escrituras buscando en ellas el meollo de su mensaje, aquello que es perenne, de valor permanente, y obviando el ropaje temporal y cultural de un mundo muy antiguo que hoy ya no existe. Evitará así el craso error de erigir dogmas y normas de lo que en ocasiones no son sino expresiones idiomáticas muy locales y circunscritas a épocas determinadas, y disfrutará de la belleza literaria de los Escritos Sagrados al mismo tiempo que se impregnará de la grandeza del Evangelio de Cristo.
En tercer y último lugar, hallamos un triste desequilibrio en la comprensión de muchos creyentes actuales en relación con la percepción de la persona de Cristo. Son legión los cristianos de nuestros días que ponen el grito en el cielo cuando algún predicador, monitor de jóvenes, maestro de escuela dominical o profesor de seminario, hace hincapié en la naturaleza humana de Jesús de Nazaret y lo presenta como un judío palestino del siglo I en lo referente a lo que debió ser su forma de entender la realidad que lo rodeaba. Les suena casi a blasfemia destacar el hecho de que el Señor fue un hombre como nosotros, que no debió llamar la atención de la mayoría de sus contemporáneos, excepto a algunos círculos restringidos muy concretos, debido a su enseñanza y la firmeza de su convicción de ser él mismo la proclamación viva del Reino de Dios. Sin darse cuenta, estos creyentes están remedando el estilo inquisitorial de quienes, hace no mucho, condenaban y perseguían cierta publicación sobre Jesús, obra de un sacerdote católico guipuzcoano, que presentaba el lado más humano de nuestro Señor de forma precisamente muy atractiva. Es cierto que la cristología ha sido siempre una fuente de conflictos y discusiones en el seno del cristianismo, pues no resulta fácil comprender la realidad de la doble naturaleza de Jesús. Pero ello no justifica el monofisismo más o menos larvado que muchos creyentes actuales sostienen contra viento y marea, haciendo de Jesús una entidad tan divina que llega a alejarse de nosotros. Esta concepción de Cristo, quiérase o no, incide en la forma de entender lo que es el cristianismo, la propia Iglesia, y hasta la manera de relacionarse entre los propios creyentes. Curiosamente, el Nuevo Testamento plantea una gran tensión cristológica cuando contrastamos, por ejemplo, el humanísimo Jesús del Evangelio de Marcos, un conocido carpintero de Nazaret en definitiva, que ignora el día de la Parusía y teme ser descubierto como Mesías, con el Verbo Encarnado de Juan, donde su divinidad es tan evidente que incluso hace caer por tierra a los que se acercan a prenderlo solo por decir “Yo soy”. Tensión que se acrecienta cuando en ambos evangelios, y en otros escritos apostólicos, conviven en ocasiones relatos en los que lo divino de Jesús se sobrepone a lo humano (cfr. la transfiguración narrada en los tres Evangelios Sinópticos, o el testimonio unánime de todos los escritos neotestamentarios acerca de la resurrección), mientras que en otros es al revés (un Jesús que llora ante la tumba de un amigo fallecido, que tiene hambre y sed, que sufre de fatiga, o que suplica pase de él el cáliz del dolor en el huerto de Getsemaní). No es fácil hallar el equilibrio en este punto, dada la inmensidad de la persona de nuestro Señor, pero es necesario. Un Jesús que solo fuera humano quedaría muy lejos del propósito que conlleva la implicación directa de la Divinidad en nuestra redención. Por otro lado, un Jesús que solo fuera divino resultaría completamente ajeno a nuestra realidad, y por lo tanto mucho de lo que leemos acerca de él sería mera divagación literaria. Partiendo de que Jesús es el Hijo y el Verbo de Dios, es necesario hacer hincapié en su humanidad para destacar por encima de todo su misericordiosa grandeza y su Gracia.
Es necesario el equilibrio en nuestra concepción de la fe cristiana, a fin de poder dar un testimonio ajustado acerca de la verdad; que no peque por exceso ni por defecto; que no desvíe la atención de quien es realmente el centro del mensaje evangélico, y que contribuya al progreso mental y moral de quienes lo reciban.
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