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martes, 11 de septiembre de 2012

"El Cristo interior" de Xavier Melloni



Por Josep Lluis Mira - Xavier Melloni ha presentado un breve pero denso libro de meditaciones bajo el título de “El Cristo interior” (Herder, Barcelona, 2010, 150 pp.). Para empezar a entender lo que comporta la misma expresión del título conviene distinguir a ese “Cristo interior” del “Cristo histórico”. El Cristo histórico es el que se aparece una vez en este mundo mediante la Encarnación, realiza su misión y funda la Iglesia encargada de dar una continuidad a esa misión, mediante la jerarquía y los sacramentos. A Cristo lo conocieron sus contemporáneos, y los que han venido después han conocido la Iglesia visible, con su estructura institucional. Todo esto marca una línea de presencia de lo eterno en este mundo. Pero la presencia de Cristo no se agota en esta línea institucional. Según la misma Biblia, Cristo es mediador de la Creación: todas las cosas fueron hechas por Él y para Él (Col 1, 15 ss). Esto quiere decir que todo el universo lleva su impronta y particularmente el ser humano.


Este Cristo conforme al cual han sido creadas todas las cosas es el “Cristo cósmico” o “Cristo total”: podría ser equiparado también a un motor de la Creación. Una consecuencia de esto es que todas las cosas pueden ser leídas en clave crística. Todo se convierte en revelación del Logos o Verbo. Pues bien, el “Cristo interior” es la resonancia en cada uno del “Cristo cósmico”, la huella que portamos en cuanto partícipes de la común humanidad que ya en Cristo ha sido creada. Siendo Cristo uno solo –no son dos Cristos–  no hay oposición entre el que se manifiesta en la Iglesia y en la Escritura y el que está permanente abierto a nuestro descubrimiento progresivo en la historia. Más bien, el uno nos ayuda a mejor interpretar al otro. Lo que tiene de peculiar el libro de Melloni es el intento de explicar una larga serie de frases de los evangelios a la luz de esta amplia perspectiva por la que “el Cristo total es mucho más que el cristianismo” (p. 128).
La perspectiva de un Dios que se encarna, que se introduce en este mundo para otorgarle todo su valor, hace que cuanto más plena sea la unión con Dios más plena será también la unión con todo lo demás (p. 41) y viceversa. El acceso a Dios no se produce por la huida de este mundo sino por el desarrollo del mundo. Además, Cristo representa la persona máximamente unificada, que posee por eso mismo el máximo grado de energía, que es la coherencia entre pensamiento, palabra y acción por la que puede fascinar a tantos (p. 46). Y Cristo, máximamente persona, no será quien anule a las personas sino quien permita “a las personas desplegarse desde su verdad, convocando sus posibilidades latentes pero en tantas ocasiones ignoradas o dispersas” (p. 47). Desde estas coordenadas se interpreta la expresión evangélica de que “el Reino de Dios está dentro de vosotros”. El término empleado en el original griego es “entós”, que puede traducirse tanto por “en” como por “entre”. El Reino de Dios está “en” cada uno de nosotros, cuando desplegamos nuestras posibilidades, y “entre” nosotros, cuando llegamos a un modo de existencia compartida o fraterna. Esto es la “revelación de la inmanencia de Dios que brota por doquier” (p. 57). Con estos presupuestos, “orar es conjuntar el centro de las propias decisiones con el Centro del que dimana la realidad” (p. 38). Y un sacramento primordial es el “sacramento del instante”, por el que se vive, “frente a un futuro continuamente diferido”, un  hoy grávido de la Presencia de Dios (p. 55). También la Eucaristía y el mismo misterio de la Trinidad divina se interpretan de acuerdo con estos parámetros. Hay una doble transubstanciación: el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre del Cristo cósmico y nosotros, que por naturaleza somos depredadores, nos convertimos en copas de donación, en cauce para la existencia de los demás (pp. 87 y 55-56). El Dios trinitario resuena en nosotros cuando nos llenamos –como el Padre que es plenitud– y nos vaciamos –como el Hijo que es donación– y nos vivimos más allá de nosotros mismos –expansión que provoca el Espíritu Santo.
Hay que distinguir entre “endiosamiento”, que es absolutización del yo, y “divinización”, que consiste en el olvido de uno mismo en el Tú de Dios y de los otros (p. 91). No  podemos apropiarnos la vida, pues nadie se puede apropiar de lo que no comienza ni acaba: sólo la podemos recibir, aunque la vida adquiera en nosotros el contorno de nuestro propio rostro y experiencia. Rendir el yo es terriblemente doloroso. Eso es lo que hizo Cristo en Getsemaní. Cristo, vaciado de su individualidad a través de una muerte sacrificial, “se convirtió en todos para revelarnos que somos uno” (p. 97). Pero el alcance de esta liberación y elevación de la humanidad no se ciñe a las iglesias cristianas. Antes bien, “el universal fulgor cristofánico acontece en toda forma de vivir y de morir donde uno ha dejado de ser el centro para convertirse en pasaje de vida para los demás” (p. 110). Y al salir al encuentro de otras culturas y tradiciones descubrimos que “el cristianismo puede adquirir otras formas que no somos capaces de imaginar en este momento” (p. 128). Sin embargo,  el “duelo colectivo por la disminución de la relevancia del cristianismo” nos impide reconocer nuevas manifestaciones del Resucitado (p. 120). El querer retener las antiguas imágenes de Dios podría privarnos de un Dios mayor (p. 122). Deberíamos comprender que “como cristianos no podemos apropiarnos de Quien es absoluta desapropiación de sí” (p. 110). Si somos receptivos al Espíritu, seremos capaces de “acoger más realidad y desplegar más aspectos de ella” (p. 143), pues ya no cabrá una desconfianza ante la realidad o la sospecha de que pueda ésta apartarnos de Cristo. La realidad la captamos a través de Jesús que, “adentrándose en nosotros, se convierte en el Cristo interior” (p. 143) y la transformación de un ser humano será el “signo de que en él se ha gestado el Cristo interior” (p.144). De este modo, cualquier confesionalismo que nos encierre mezquinamente quedará desacreditado. La presencia de Dios “no se identifica por la forma particular que toma, sino por lo que impulsa: la apertura a más realidad por medio de la entrega” (p. 130). Y “el criterio de veracidad viene dado por la calidad de nuestra existencia” (p. 144).  Como X. Melloni ha manifestado en ocasiones, se plantea el problema de la diversidad de niveles de conciencia al interior de una iglesia o tradición espiritual en general. Aboga en este libro por no perder la comunión entre unos y otros, a pesar de la inevitable incomprensión mutua. Pone el ejemplo de Juan y Pedro, que corren hacia el sepulcro vacío la mañana de la Pascua, pero yendo Juan más deprisa, lo que implica que la comunidad joánica tenía una comprensión cristológica más audaz que las demás. A pesar de eso, Juan deja pasar primero a Pedro, lo que significa el reconocimiento de su autoridad (p. 115).
En la línea de Teilhard de Chardin, Melloni plantea que la doble naturaleza de Jesucristo se manifiesta en que, desde Dios, Cristo es el Verbo, y desde nosotros, Jesús significa la culminación del ser humano y de todo lo creado (p. 147). Así, la escatología tradicional, decantada hacia la amenaza de catástrofes y centrada en la venida de Cristo, se reconvierte en promesa y exigencia de transformación. Ante el clamor de los cristianos que dicen “Ven, Señor Jesús” se produce la respuesta de éste: “Yo vengo en la medida en que vosotros venís a mí” (p. 149).
Fuente: La Luz digital, revista de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE)

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