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sábado, 22 de septiembre de 2012

Jesús y los derechos de las mujeres


El obispo diocesano, Rvdmo D. Carlos López, ordena a una mujer presbitera de la Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE)
Cuando se enunciaron los Derechos Humanos poco antes de la revolución francesa, esos derechos se referían exclusivamente a los varones de la especie humana. La otra mitad de la humanidad no fue tenida en cuenta. Es más, recién se consideraron seriamente los derechos de las mujeres gracias a los reclamos del primer movimiento feminista, el de las sufragistas de fines del siglo XIX.
Muchas de ellas habían militado en los movimientos contra la esclavitud. Mientras luchaban por la libertad de los esclavos, estas mujeres fueron tomando conciencia de que a ellas también la sociedad patriarcal las mantenía en una especie de esclavitud, y así comenzaron a luchar por sus propios derechos. Se las llamó sufragistas porque lo primero que reclamaron fue el derecho al voto, pensando ingenuamente que, una vez que las mujeres pudieran votar, sus derechos humanos empezarían a ser reconocidos.
Si bien, algunos años después, las mujeres obtuvieron unos pocos derechos, esto no ocurrió más que en ciertos países occidentales. El ejemplo más notable en Latinoamérica es el de Uruguay, donde se legisló ampliamente en favor de las mujeres en las reformas del presidente José Batlle y Ordóñez en 1917. Sin embargo, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XX, con el surgimiento de lo que se conoce como el segundo feminismo, que los derechos de las mujeres llegaron a consolidarse en la mayoría de los países de occidente –al menos en la letra de la ley.
En las iglesias cristianas, lamentablemente, la situación de las mujeres ha progresado mucho menos que en la sociedad circundante. Las iglesias siempre resultan ser algo así como el vagón de cola del tren de la historia. Sólo se deciden a hacer cambios mucho después de que la sociedad secular los ha efectuado. Con honrosas excepciones, la mayoría de las iglesias ha perdido su don profético. Los seguidores de Cristo debían ser sal y luz para el resto del mundo, sin embargo terminan siendo una fuerza retrógrada, que resiste gran parte de los progresos que hace la sociedad.
El problema es que las iglesias suelen medir los cambios sociales con el parámetro de sus dogmas y tradiciones, como si éstas fueran revelaciones dadas por Dios. Pero los dogmas y tradiciones son elaboraciones humanas, no revelación divina. La revelación de Dios se da en los acontecimientos, y el acontecimiento cumbre de la revelación es Dios mismo encarnado en Jesús de Nazaret. Jesús nos muestra cómo es Dios y cuál es su voluntad. Ninguna tradición, ni dogma –y tampoco ninguna Escritura interpretada a través de las tradiciones– puede estar por encima de lo que Jesús hizo y dijo.
Jesús promovió a todas las personas débiles y despreciadas por la sociedad de su tiempo: los pobres, los enfermos, los marginados, los publicanos y las rameras, los huérfanos y las viudas, los niños y las mujeres. A todos ellos los impulsó a que alcanzaran su plena humanidad. Ésa es la voluntad de Dios, que todos los seres humanos puedan ser plenamente humanos. . . y también plenamente hermanos.
En ninguna parte de los Evangelios vamos a encontrar a Jesús tratando a las mujeres como si fueran inferiores en algún aspecto. Tampoco les pidió jamás que se sujetaran a los varones, ni siquiera a sus propios esposos. Jesús siempre trató a las mujeres como a verdaderos seres humanos. Desafió todas las convenciones de su tiempo al tener mujeres discípulas, que además lo mantenían económicamente (Lc 8:1-3; 24:6-8); al hablar públicamente de teología con mujeres (Mt 15:21-28 par; Jn 4:7-42; 11:20-27); al tocar y sanar a una mujer considerada impura por su flujo de sangre (Mc 5:24-34 par); al dejarse tocar por una pecadora notoria, compararla favorablemente con un fariseo y luego perdonarla (Lc 7:36-50); al sanar a una mujer encorvada y llamarla “hija de Abraham” , un título reservado a los varones (Lc 13:10-17); al permitir que María de Betania aprendiera teología a sus pies como una discípula más, en lugar de estar en la cocina como les correspondía a las mujeres (Lc 10:38-42). Jesús era un hombre liberado y liberador.
La Pascua conmemora el acontecimiento más importante de la historia de la salvación, la resurrección de Jesús. Y, a pesar de que las mujeres no podían ser testigos según las costumbres judías, las primeras testigos de ese acontecimiento fueron mujeres. Jesús las eligió porque ellas siempre estuvieron a su lado, sirviéndolo durante su ministerio, solidarizándose con su sufrimiento cerca de la cruz, fijándose dónde lo sepultaban, volviendo al sepulcro para cumplir fielmente con el ritual de embalsamar el cuerpo. Las discípulas mujeres nunca abandonaron a su maestro, ni lo negaron, ni se escondieron cobardemente, como los discípulos varones. Ellas amaban a Jesús y estaban dispuestas a arriesgar la vida por él. Es que Jesús les había mostrado que Dios no hace diferencias de valor entre varones y mujeres, les había dado la dignidad que la sociedad les negaba, las había hecho plenamente humanas.
Pero eso no es todo. Es bien sabida la importancia de “lo primero” en la cultura judía: los primogénitos y las primicias como apartados para Dios, el hecho de que Cristo fuera el primero en todo (Col 1:15-20). Eso también aplica a los primeros testigos. Ser la primera persona en ver a Jesús resucitado implicaba ser la persona elegida para ser la cabeza de la iglesia naciente. Y Jesús eligió a las mujeres. Claro que eso iba tan en contra de las costumbres de la época, que la iglesia hizo todo lo que pudo para acabar con el liderazgo de las mujeres. Para fines del siglo III, ya habían logrado reducir a las mujeres nuevamente a la sujeción.
Las cristianas actuales no pretendemos ser las líderes de la iglesia. De todos modos, ya no se puede hablar de iglesia en singular, sino de iglesias en plural. Y en muchas iglesias protestantes hay mujeres ordenadas al pastorado, y algunas de ellas incluso son líderes, profesoras o teólogas escuchadas y respetadas. Sin embargo, en la mayoría de las iglesias, las mujeres ni siquiera pueden ejercer los dones que Dios les ha dado. Ese derecho a servir libremente a Dios es algo que sí demandamos.
En realidad, las mujeres cristianas no estamos reclamando lo que a nosotras se nos ocurre, ni el lugar que ocupan otros, ni que las iglesias conservadoras nos concedan por fin lo que la sociedad secular ya nos ha dado. Estamos reclamando nuestros derechos como seres humanos, tanto en la sociedad como en las iglesias. Estamos reclamando lo que Jesús mismo nos dio.

Sobre Cris Conti

Cristina Conti Ha publicado 1 articulos en Lupa.
Licenciada en Teología, especializada en NT y griego koiné. Profesora en seminarios teológicos. Nacida en Montevideo, Uruguay), residente en Buenos Aires, Argentina.

Fuente: Lupa Protestante.

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