Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos. (Hebreos 4, 12a RVR60)
Puede parecer tal vez que titulamos esta reflexión de hoy con una pregunta sin demasiado sentido en un medio evangélico, pero no lo es. La experiencia nos ha venido confirmando año tras año de forma bastante tenaz que los treinta y nueve libros de la primera parte de la Biblia constituyen un problema no pequeño para muchos creyentes reflexivos, desde niños y jóvenes de nuestras escuelas dominicales hasta los pastores que han de leer, meditar y estudiar los textos que preparan para la predicación, pasando por tantos miembros de nuestras iglesias a quienes su lectura desconcierta o llega incluso a herir profundamente la sensibilidad en pasajes e historias muy concretas.
Por un lado, a nadie se le oculta que el Dios del Antiguo Testamento parece estar muy lejos —y muy por debajo— del Padre Celestial que encontramos en el Nuevo, tanto por su frecuente intrascendencia (un Dios que se pasea por un huerto al caer la tarde; que acepta la hospitalidad de un ser humano y come de lo que le preparan, o que participa de un banquete con seres humanos en lo alto de un monte), como por su actuación un tanto desmedida (plagas devastadoras, muertes inmisericordes, castigos brutales, amenazas despiadadas), y sobre todo, sus mandatos y disposiciones, en ocasiones totalmente inhumanos (el genocidio cananeo, nunca del todo concluido, o las propias leyes de Moisés en las que se sanciona la poligamia y la pena de muerte, por ejemplo).
Por otro, en sus páginas nos encontramos con toda una serie de personajes exaltados que, lejos de ser esos modelos de piedad cristiana con que en ocasiones instruimos a nuestros pequeños, se presentan demasiadas veces como unos auténticos canallas: Abraham, padre de los creyentes, además de polígamo y sensual (no solo fue el asunto de Agar; tuvo otra esposa después de Sara y unas cuantas concubinas), se muestra totalmente amoral y cobarde en Egipto en relación con la dignidad de su mujer. Otro tanto hizo su hijo Isaac con Rebeca en su relación con el rey de los filisteos. Jacob es un tramposo nato que se pasa la vida engañando y siendo engañado (¡Donde las dan las toman!). José está muy lejos de ser un ideal de virtud, pues se muestra cruel con sus hermanos hasta extremos insospechados cuando se ve en posición de autoridad. El comportamiento de algunos jueces, como Sansón, es lo más opuesto al Evangelio que podamos imaginar. De los reyes David y Salomón, mejor no hablar. Elías el profeta tiene todos los rasgos de un fanático intransigente, como otros mensajeros divinos que jalonan ciertos libros o que llevan sus nombres. Jonás está en las antípodas de lo que ha de ser un servidor de Dios. Algunos videntes, como Ezequiel, parecen mostrar signos de trastornos psíquicos, según algunos estudiosos. La historia de Ester y Mardoqueo exalta la falta de escrúpulos que tradicionalmente se ha atribuido a los judíos. Y suma y sigue.
No. No carece de sentido la pregunta ¿qué hacemos con el Antiguo Testamento?
Quizás sea mejor empezar diciendo lo que no se debe hacer con él.
No se debe rechazarlo en bloque, como han venido haciendo en el seno del cristianismo algunos grupos marginales muy concretos, empezando por los marcionitas del siglo II, y han propugnado algunos pensadores y teólogos, incluso muy recientes. El hecho de que el propio Señor Jesús y los apóstoles manifestaran hacia los escritos veterotestamentarios la veneración y el respeto que solo debe tributarse a la Palabra de Dios, y que fundamentaran en ellos sus enseñanzas, debe ser un indicativo para nosotros.
No se debe tampoco caer en la trampa de pretender justificarlo todo, como se oye en algunos púlpitos o se lee en cierta literatura fundamentalista de gran difusión. Difícilmente se puede respaldar un comportamiento claramente inmoral o disculpar una actuación a todas luces equivocada, por muy ilustre que fuera el personaje en cuestión que los protagonizara o por mucha sanción divina que se le pretendiera dar. Este tipo de “labores de salvamento” nunca benefician al texto bíblico en sí ni a los que con tanta pasión salen en su defensa, ya que se manifiesta con ello una evidente inseguridad. Dios no necesita defensores; él es quien defiende a su pueblo. No es en absoluto de recibo proyectar una imagen divina errónea que puede distorsionar por completo la enseñanza suprema de Jesús, ni jugar a la rejudaización o rehebraización —discúlpense estos términos, que no se hallan en el diccionario— de la Iglesia y haciendo entrar con calzador “normas”, “leyes” y “disposiciones sagradas” que ya han sido más que superadas por la vida y la obra del Mesías. Estas cosas hacen de muchas iglesias auténticas sectas, aunque no quieran reconocerlo.
Y desde luego, lo que bajo ningún concepto podemos admitir es esconder la cabeza al más puro estilo de los avestruces cada vez que surge una pregunta o se plantea una dificultad en torno a los treinta y nueve libros del canon hebreo, como si no sucediera nada.
El Antiguo Testamento, en efecto, supone para los lectores cristianos un problema que no podemos obviar. Pero preferimos emplear más bien el vocablo “desafío” por dos razones fundamentales.
La primera, porque los escritos del Antiguo Pacto constituyen la única Palabra de Dios que conoció Jesús y que empleó la primera Iglesia cristiana cuando aún no existía el Nuevo Testamento o estaba en proceso de formación. Es esa Palabra con mayúscula que el autor de Hebreos califica de viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos, como citábamos en el encabezamiento, y que ha servido de fundamento doctrinal y de consolación a millones de creyentes desde los primeros siglos hasta hoy. En ningún credo ni ninguna confesión de fe de la Iglesia cristiana universal se ha rechazado o eliminado de un plumazo; al contrario, siempre se la ha tenido en cuenta para escuchar en ella la voz del Dios Creador y Redentor que habla a su pueblo. Ningún creyente actual que se acerque con la debida reverencia a los libros veterotestamentarios debiera pasar por alto este hecho.
La segunda, porque se trata de una Palabra de Dios vivamente enraizada en un pueblo, unas circunstancias y un mundo que hoy ya no existen, y que ha llegado hasta nosotros por una especial disposición de la Providencia para impulsarnos a leerla, estudiarla y meditarla con la máxima atención y con todos los medios a nuestro alcance.
Aunque no falten quienes se empeñan en negarlo, uno de los más graves y más acuciantes problemas de nuestro mundo evangélico contemporáneo es la imperiosa necesidad de personas bien formadas en las ciencias bíblicas, que no tengan miedo a los avances de la crítica, y que, siempre bajo la dirección del Espíritu Santo, sepan extraer de esas antiguas Escrituras el mensaje fundamental, al mismo tiempo que nos puedan explicar con claridad cómo se fueron gestando esos libros, los procesos a veces muy largos por los que pasaron, los materiales, documentos de base y tradiciones que sus autores (¡Siempre divinamente inspirados, por supuesto! ¡Nunca lo olvidemos!) supieron recopilar y ensamblar de forma magistral hasta sacar a la luz esa obra de arte y patrimonio de la humanidad que es el Antiguo Testamento.
Necesitamos siervos de Dios debidamente instruidos que en los púlpitos y en los estudios bíblicos nos eduquen —sí, es la palabra— para una lectura inteligente y piadosa de estas queridas Escrituras Hebreas que no nos haga rasgarnos las vestiduras ante ciertas historias o declaraciones que aparecen en sus páginas, ni nos predispongan en contra de quienes han consagrado su vida a su estudio científico, ya que sus hallazgos arrojan gran luz sobre aquel mundo tan primitivo, tan confuso en ocasiones, pero en el que Yahveh, el Dios Redentor, quiso revelarse por pura misericordia y por pura Gracia a un pequeño pueblo semibárbaro —¿a quién no embrutece la esclavitud?—, infiel e ingrato.
La lectura del Antiguo Testamento siempre supondrá una gran dificultad mientras no seamos conscientes de que sus capítulos y versículos reflejan una tensión insoportable entre la condición puramente humana (¡un poco demasiado humana a veces!), es decir, caída y rebelde, del antiguo pueblo de Israel, y el Dios que se acerca desde el primer momento para rescatar, para redimir, en una palabra, para salvar. Y esa tensión en ocasiones se decanta por rasgos sublimes, como el relato de la Creación de Génesis 1 o tantos cánticos que aparecen en los Salmos o en los libros de los profetas, en los que Dios (¡y hasta el hombre!) aparecen en toda su grandeza, pero a veces rebaja incluso al propio Dios prestándole palabras y hechos groseramente humanos e incompatibles con lo que sabemos mejor de él a través de Jesús.
Espada de dos filos, leíamos antes. Pues es cierto. La grandeza y la miseria del Antiguo Testamento, de sus a veces discutibles imágenes divinas, de su crudo realismo en relación con sus personajes humanos más destacados, dañan muchas veces al lector, ya lo hemos apuntado. Ningún creyente puede acercarse alegremente a los treinta y nueve libros de la Biblia Hebrea sin ser literalmente sacudido por sus relatos, sus imágenes vitalistas y sus mensajes. De ahí su importancia.
De ahí finalmente el valor que Jesús le atribuía. Y Jesús es la Palabra hecha carne.
Sobre Juan María Tellería Larrañaga
Juan María Tellería Larrañaga Ha publicado 32 articulos en Lupa.
El pastor Juan María Tellería Larrañaga es en la actualidad profesor y decano del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas),Centro Superior de Teología Protestante.
Fuente: Lupa Protestante