Pero de aquel día y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el padre. (Marcos 13, 32 RVR60)
Hemos comenzado el mes de diciembre encontrándonos en un rotativo con una noticia aterradora: David Morrison, director del centro Carl Sagan de la NASA, ante la avalancha de mensajes enviados a su correo electrónico (su email, como dicen algunos) por gentes de todas clases, pero sobre todo adolescentes, literalmente presas del pánico ante la “profecía” del famoso calendario maya que “predice” el fin del mundo para el 21 de los corrientes —¡dentro de veinte días!—, se ha visto obligado a difundir por todos los medios a su alcance que tal “vaticinio” es falso, que se basa en una lectura errónea de dicho calendario, y que tendremos ¡menos mal! un 2013. La noticia explica cómo algunos de esos adolescentes se hallan tan angustiados ante la expectativa del fin que no pueden comer, dormir ni estudiar, y que incluso confiesan haberse planteado el suicidio antes de hacer frente a la devastación apocalíptica predicha, pero no lo hacen porque les da miedo.
Si solo se tratara de lo que hemos leído en ese diario, la cosa no iría más allá. Noticias excéntricas se encuentran prácticamente todos los días, sin que les prestemos excesiva atención. Incluso podríamos vernos tentados a decir algo así como: “Es que la gente sin Dios y sin esperanza se cree cualquier cosa”, y nos quedaríamos tan anchos. Pero no es tan simple.
Aún nos viene a la memoria la triste experiencia de una señora que conocimos hace unos pocos años, miembro de una de nuestras iglesias, y que se veía literalmente acosada —y atemorizada— por una individua muy poco recomendable que, pulsando sus sentimientos religiosos, le “predecía” también un fin del mundo devastador para una fecha muy temprana, y le exigía de forma imperiosa le entregara cuantas joyas y objetos de valor tuviera a fin de “purificarse” y “prepararse mejor” ante tan apocalíptica coyuntura.
Y eso por no detenernos en quienes a lo largo de la historia de la Iglesia se han dedicado, con mayor o menor profesionalidad, a predecir, vaticinar, augurar y pronosticar, Biblia en mano, la consumación de este mundo, siempre con unos colores aterradores, y reclutando incautos para engrosar sus feligresías. En firmamento semejante brillan con honores propios desde los predicadores y visionarios ambulantes de vísperas del año 1000 en la Europa Medieval, hasta los exaltados que en la década de 1840 dieron origen a algunas de las sectas religiosas norteamericanas más conocidas en la actualidad, incluso en nuestro país, por su proselitismo agresivo, su legalismo veterotestamentario y en ocasiones hasta por su inhumanidad.
Y es que la humanidad ha presentido siempre, como evidencian prácticamente todas las culturas y religiones, que este mundo tendrá un final. La propia Biblia así lo enseña. Pero el enfoque de Jesús sobre este asunto es radicalmente distinto de lo que se ha pensado, o se continúa pensando.
En primer lugar, el texto que encabeza nuestra reflexión desmitifica y echa por tierra cualquier pretensión de conocimiento anticipado del fin. Las palabras de Jesús son muy claras: nadie sabe. Y por si hubiera alguna duda, añade la precisión de que tal conocimiento no lo poseen ni siquieralos ángeles que están en el cielo; más escandaloso todavía: ni el Hijo, vale decir, ni tan solo él mismo. No nos ha de extrañar que este versículo, al que los exegetas designan generalmente con el nombre de “el logion de la ignorancia”, haya tenido una historia tormentosa y que en algunos manuscritos medievales haya sufrido correcciones, alteraciones y enmiendas, amén de explicaciones innumerables en épocas más recientes intentando “buscarle los tres pies al gato” o “marear la perdiz”, como se dice de forma popular. Lo cierto es que Jesús no tiene la más mínima intención de disertar sobre su propia divinidad ni su propia humanidad en este caso concreto. Tan solo le interesa destacar algo que de por sí es evidente para cualquier mente lúcida, pero que se puede tender a olvidar: solo Dios conoce los tiempos. Cualquier pretensión de anticipar, predecir, vaticinar o augurar el fin del mundo con total precisión, ya sea por medio de hipótesis pseudocientíficas, interpretaciones de calendarios —mayas, aztecas, chinos, polinesios o de donde se quiera—, “visiones”, “revelaciones especiales”, “premoniciones”, o incluso “cálculos proféticos” realizados sobre la propia Biblia, no tendrá otro valor que el puramente estético, ya sea literario o cinematográfico; ni siquiera teológico. Podrá aumentar ventas, llenar las salas de proyección, dar trabajo a actores como John Cusack, pero nada más. A lo sumo, se convertirá en un negocio redondo para estafadores como la mujer que mencionábamos más arriba, o para sectas y grupos religiosos que deseen incrementar el número de sus adeptos (y sus entradas económicas correspondientes) por la vía del miedo. Desde el punto de vista de la fe cristiana, tal como nos ha sido transmitida en las páginas del Nuevo Testamento, se trata de algo inalcanzable para el entendimiento humano. La obsesión por este asunto podría incluso rayar en la impiedad y en la blasfemia, dado que supondría una insensata intromisión en el terreno de los arcanos divinos, un verdadero mar sin fondo en el que nos hundiríamos sin remedio, o un laberinto sin salida en el que nos hallaríamos completamente perdidos. Desconocer la fecha del fin del mundo no hace sino manifestar nuestra condición de seres humanos, es decir, de criaturas, con todas las limitaciones inherentes que ello conlleva. Pero al mismo tiempo nos libera de esos sentimientos de angustia o temor irracional ante lo desconocido. Si el día y la hora es algo que solo Dios Padre puede saber, las cosas están en buenas manos. Por lo tanto, se impone una actitud de confianza para con aquel que todo lo conoce. Esta sorprendente declaración de Jesús implica, pues, una proclama de liberación para todos los que la escuchen. El creyente es libre frente a la esclavitud mental de quienes, en épocas pretéritas y en nuestros propios días, viven en estrecha y total dependencia de una supuesta anticipación de los acontecimientos finales realizada por muy diversos medios, religiosos o profanos.
En segundo lugar, el tenor general del pasaje en que se enmarca nuestro texto, que no es otro que el gran discurso escatológico recogido en Marcos 13, Mateo 24 y Lucas 21, apunta hacia una espera activa del Señor por parte de la Iglesia, muy bien sintetizada en las palabras velad y oradque leemos en Marcos 13, 33 y paralelos. Como se ha dicho tantas veces a lo largo de los últimos veinte siglos, la vida cristiana se compendia en este concepto de vigilia. La Iglesia sabe que su Señor regresará para poner el punto final a la historia humana, aunque no cuándo. Por ello, su manera de aguardarlo ha de ser una actitud de pleno servicio en este mundo. Nunca hay que olvidar la importancia que tenía el vocabulario militar en la época del nacimiento del cristianismo; de ahí que la concepción de espera se presente con los tonos de una guardia nocturna cuya finalidad es vigilar si hay enemigos en lontananza y proteger a la población a su cargo. No se trata de una actitud pasiva o escapista, sino de compromiso real con los demás. El mejor servicio que se puede rendir a Dios consiste precisamente en estar ocupados en todo aquello que constituye el quehacer de cada día. De ahí que reacciones como la de esos adolescentes de la noticia mencionada más arriba, que ni comen ni duermen por la angustia ante el fin, o que incluso se plantean el escapismo ¿fácil? de quitarse la vida, esté en las antípodas de lo que Dios espera de su Iglesia que aguarda el fin. De ahí también que resulte altamente reprobable la actuación de quienes, frente a un anuncio de corte apocalíptico, malvendan cuanto poseen, entreguen a terceros sus objetos de valor y se consagren a penitencias y rezos impulsados por el temor y la desconfianza más que por el amor sincero al Señor. No son sino manifestaciones de un egoísmo individualista diametralmente opuesto al espíritu de Jesús.
Personalmente, no creemos que este mes de diciembre vayamos a vivir el fin del mundo. Ni el día 21 ni ningún otro. No porque sea absolutamente imposible, sino porque se trata de un anuncio catastrofista muy lejos de las enseñanzas de Cristo. Este diciembre ha llegado y sin duda pasará para dar comienzo a un enero del 2013.
Y lo que ocurra entonces, como hoy, como siempre, estará en las manos de Dios Padre, las mejores.
Y entonces, como hoy, como siempre, los cristianos seguiremos en plena vigilia, orando, viviendo y sirviendo.
Como corresponde.
Fuente: Lupa Protestante
Autor: Juan María Tellería. es en la actualidad profesor y decano del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas),Centro Superior de Teología Protestante.
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