Javier Otaola - Hace años que mis amigos —librepensadores, agnósticos o ateos militantes— saben de mi adscripción a la Comunión Anglicana, a través de la Iglesia Española Reformada Episcopal y mis amigos —que después de todo me quieren— no lo entienden muy bien, por no discutir lo que hacen es considerar mi cristianismo como una más de mis particulares rarezas, ganas de llamar la atención en estos tiempos en los que el cristianismo se ha convertido en nuestra sociedad en una rareza, en una minoría sociológica. Una minoría grande y relevante, pero una minoría en definitiva.
Mi opción por el cristianismo, sin embargo, es una opción problemática, como no puede ser de otra manera en el tiempo que nos toca vivir, pero tomada radicalmente en serio, aunque sea con las limitaciones que cabe esperar de mis propias dudas, insuficiencias y debilidades, que son muchas. He hecho declaración pública de esa identificación en mi libro Cristianismo, sin embargo (2011)[1] en el que he pretendido dar cuenta y razón de esa conversión aparentemente extravagante.[2]
Me siento cristiano y participo de la sociabilidad cristiana, gracias a la Comunión Anglicana, y gracias a ella puedo mantenerme fiel a lo sustantivo de mi fe infantil y juvenil, y ser congruente con mi libertad de madurez y mi evolución intelectual y personal que por tantas razones no me permite adscribirme a la Iglesia de Roma, que sin embargo y a pesar de su vaticanismo tiene cosas admirables. Gracias a la libertad de espíritu que he encontrado en el seno de la Comunión Anglicana puedo vincularme a la Iglesia universal mediante una forma de reconocimiento mutuo que ninguna otra me puede ofrecer.
Hay algo que singulariza y pone en valor el estilo propio de la Comunión Anglicana, que para muchos de nosotros, educados en el tradicional catolicismo-romano o en el anticlericalismo anticatólico no es fácil de explicar. Voy a tomar la idea de Natacha-Ingrid Tinteroff,[4] católica francesa convertida al anglicanismo y que señala como signo propio de la tradición anglicana lo que ella llama la adiáfora, que no es sino una manera de denominar la típica moderación Anglicana que practica “la política de reservar las afirmaciones y convicciones fuertes para las pocas cosas que las merecen”. Esa característica me parece el summum de la elegancia espiritual y es en mi caso, en materia de fe y espiritualidad, una necesidad moral nacida de mi propia experiencia —problemática y ambigua— de la vida. La adiáfora es una variante de esa proverbial circunspección inglesa y es el fundamento de la piedad, la liturgia y la práctica eclesial que mejor distingue la tradición Anglicana en relación con la Católico-Romana, esta última caracterizada –dicho sea con todo respeto- por un sistema doctrinal expansivo y prolijo, constantemente creciente, promulgado ex autoritate en multitud de documentos, la mayor parte de los cuales adoptan un carácter jurídico-canónico.
El principio de adiáfora que yo identifico con el estilo anglicano de la fe, supone un entendimiento muy humano de la verdad, que rechaza por un lado las formulaciones dogmáticas, y la mera sumisión de los fieles a la enseñanza del magisterio jerárquico, y por otro lado la nihilista indiferencia frente a la verdad y propone un entendimiento metodológico del magisterio eclesiástico más bien como la percepción de las condiciones bajo las cuales la verdad debe ser buscada y definida y el modo en que las creencias son definidas, legitimadas, interpretadas y mantenidas.
El Arzobispo Rowan Williams que deja su posición de Primado de la Comunión Anglicana ha proclamado en muchas ocasiones que “la verdad teológica no está completamente a nuestra disposición porque la santidad no está completamente a nuestra disposición”. No es sino lo que dice San Pablo en la I Carta a Los Corintios: “ahora vemos a través de un espejo oscuro”.
El Anglicanismo es para mí un cristianismo amigable, comprehensivo que propone una fe racional y razonable —quizá a otros les parezca tibia— y una forma de Comunión dialogante y no autoritaria —quizá a otros les parezca laxa— firmemente comprometida con la libertad del cristiano, que entiende el papel de la Iglesia y de sus pastores no tanto como una autoridad jerárquica que enuncia la verdad sino como una tradición y un espacio de piedad y respeto en el que todos nos comprometemos a crear el clima de libertad espiritual en el que las personas pueden dar testimonio de la verdad tal y como ellas la ven, sometiéndose a la crítica de sus pares sin miedo a la censura eclesiástica.
Todo esto dice mucho del entendimiento Anglicano de la relación de Dios con el ser humano, pero como diría Kipling “eso…eso es otra historia”.
Javier Otaola. Abogado y escritor
[3] http://www.periodistadigital.com/religion/libros/2012/11/29/jose-antonio-pagola-no-basta-proclamar-la-buena-noticia-hay-que-ser-buena-noticia-religion-iglesia-libros-sanpablo-creer-jesus.shtml
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