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sábado, 14 de julio de 2012

Pepinos torcidos en un mundo resquebrajado


Gabriel Jaraba -  La santa a quien una vez adopté como patrona es Juliana de Norwich, ermitaña inglesa del siglo XIV (1342-1416) cuyo lema es: “Y todo está bien, y todo estará bien, y todas las cosas estarán bien”.  A unos les puede sonar como una declaración de conformismo acrítico, y a otros, como una evasión mística. Este es un extraño mundo en el que la palabra “místico” se usa como desprecio, a este nivel alcanza la barbarie. Cuando místico viene del griego “mystos”: silencioso, callado, escondido. Ese es el silencio de  Juan de la Cruz y de quienes pensamos que lo verdaderamente importante permanece oculto a la simple vista.
Juliana no hace otra cosa que estar de acuerdo con Dios, quien una vez culminada Su creación “vio todo lo que había hecho y he aquí que era bueno en gran manera” (Gen. 1:31). Juliana aparece en ciertos iconos con un gato en su regazo y su mano reposando sobre su lomo, ya que se dice que Dios creó al gato para que el hombre tuviera el placer de acariciar al tigre. Los místicos son gentes que, callandito, pasan por la vida cabalgando tigres, y Juliana no es una excepción. Dejó escrita una obra magna, las Showings o Revelaciones, testimonio de sus dolorosas visiones de Jesucristo crucificado de las que extrajo una teología optimista que aún hoy sorprende: “Tan cierto como es que Dios es nuestro Padre, igualmente es verdadero que Dios es nuestra madre. Y Él reveló esto en todas las cosas y especialmente en esas dulces palabras en que dice ‘Yo soy el poder y la bondad de la paternidad, Yo soy la sabiduría y el amor de la maternidad. Yo soy la luz y la gracia que es toda bendito amor”.
Ese mundo que es “bueno en gran manera” no es un mundo perfecto. Está lleno de dolor y sufrimiento colocados en el corazón mismo de su arrebatadora belleza. Sólo Dios es perfecto, y el mundo es su creación, y por tanto, necesariamente imperfecto. Creación distinta del Creador, imperfecta pero buena; de ahí que el maniqueísmo y el panteísmo sean herejías. Lo perfecto y lo imperfecto no se oponen, “Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros” (Jn 1:14), porque lo imperfecto está llamado a participar de la Gloria: “Sed pues vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”. (Mt. 5:48).
A algunos cristianos el ideal de perfección les ha causado a veces problemas, que en el lenguaje psicológico moderno podemos llamar neurosis. Ciertos modos de buscar la perfección parecen olvidar el hecho de que nadie se salva solo. Es conveniente entonces mirar a otro tipo de creyentes, nuestros hermanos budistas, que asumen como cierta la primera de las Cuatro Nobles Verdades de la doctrina de Buda: esta realidad es imperfecta, y por tanto insatisfactoria, incapaz de concedernos la realización última. Durante muchos años el budismo ha sido considerado pesimista por la mirada occidental, tanto cristiana como agnóstica, atendiendo a una sola de las muchas expresiones antropológicas de esa fe, la tradición hinayana o del pequeño vehículo, porque esa Noble Verdad declara que en el mundo todo es sufrimiento. O dicho de otro modo, como todo es transitorio e impermanente, nada es plenamente  satisfactorio. Una manera de expresar de otro modo algo parecido al Pecado Original y a la insaciable sed de absoluto que tiene el ser humano. Si el ecumenismo es para nosotros algo más que diplomacia, tendremos que salir al encuentro de otras tradiciones, para ser interpelados e interpelar a nuestra vez. Pablo lo hizo.
Lo cierto es que cualquiera que haya tratado con budistas asiáticos de carne y hueso podrá pensar de ellos cualquier cosa menos que son pesimistas. Mis amigos tibetanos, coreanos, japoneses, nepalíes e indios que son budistas son gentes alegres y risueñas, que se desviven por ayudar a los demás y tienen un sentido práctico e inmediato de la caridad que impresiona. Budistas son muchos de quienes en Asia luchan por el cambio social; así, los intocables indios se hacen budistas o cristianos y los tibetanos del interior y del exilio denuncian la dictadura china al igual que los birmanos hacen con la propia. La centralidad de esa fe es la del llamado Gran Vehículo o Mahayana, cuyos practicantes hacen el voto de no acceder a la iluminación hasta que se haya salvado el último de los seres de todos los mundos posibles, ideal magnífico y magnánimo.
Budistas y cristianos niegan que lo material contingente sea satisfactorio, y ambos pueden inclinarse al nihilismo pero también orientarse hacia lo esencial. “No se puede servir a dos señores”, y ese imperativo no nos hace ni pesimistas ni negadores de la bondad de la creación. Se trata, simplemente, de constatar que esa imperfección es el resultado necesario de la perfección que la creó, exprésese esa perfección de modo positivo o apofático.
Se cuenta la leyenda de un ermitaño que vivía en una cueva del Himalaya, y cuando supo que su maestro, un altísimo Lama, iba a visitarle en su ermita al día siguiente, se apresuró a quitar la suciedad que cubría su altar devocional, limpiándolo todo minuciosamente hasta sacar brillo a todas las estatuas y objetos de culto. Cuando terminó la labor quedó satisfecho de la limpieza refulgente que le haría merecer los elogios de su maestro. Y entonces cayó en la cuenta de lo que había hecho y corrió a esparcir ceniza sobre lo que había abrillantado.
Los héroes espirituales de todas las latitudes tienen algo en común: suelen ser polvorientos como el altar de nuestro ermitaño que se dio cuenta del espíritu de orgullo que puede esconder  el afán de perfección. Me imagino que Francisco de Asís, viviendo en plena edad media, debería tener el aspecto de un vagabundo maloliente (y en este último sentido, quizás algo más que el aspecto, dado el estado de la higiene en la época). Pienso también que un encuentro con Martín Lutero no debió representar algo parecido a la conversación amable con un caballero bienhumorado. Al uno de los mayores maestros zen japoneses del siglo pasado se le conocía como Pepino Torcido, apelativo japonés para llamar trasto a alguien. El propio Jesucristo recibió continuamente la censura de andar con gentuza  poco recomendable, y si sus discípulos le lavaban los pies era por la sencilla razón de que los llevaba sucios.
Primera Noble Verdad o Pecado Original, todos somos pepinos torcidos y ninguna obra nuestra puede justificarnos. Por eso, cuando uno es un pepino torcido no tiene más remedio que tener fe en que todo es Gracia. Entonces desaparece la tensión entre perfecto e imperfecto, y se acepta con tranquilidad que todas las cosas están resquebrajadas. Y lo están por una razón: para que por esas grietas  que la imperfección abre en las cosas, en el mundo y en los seres humanos pueda penetrar la Luz.

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