Con tristeza, tengo que comunicarles que hoy 25 de julio, a las 9 de la mañana, ha fallecido la Rvda. Susan Woodcock, Rectora de la parroquia de Sabadell.
La Rvda. Susana llevaba dos años padeciendo de una grave enfermedad que finalmente le ha conducido hasta la muerte.
Damos gracias a Dios por su vida y pedimos que Dios consuele a sus familiares, amigos y miembros de la parroquia en la que sirvió durante los últimos ocho años.
La despedida del cadáver tendrá lugar esta tarde en el tanatorio de Sabadell. El oficio fúnebre para dar gracias a Dios por su vida, posiblemente se celebrará a principios de septiembre.
La Rvda. Susana, se convirtió al cristianismo durante su juventud en la Universidad de Oxford, donde era Doctora en Matemáticas. Posteriormente estudió Teología y fue misionera en Irán, en Uganda, en Bolivia y finalmente fue ordenada Presbítero por el Obispo de Oxford para trabajar en España.
Llegó a ser la primera Rectora de una parroquia anglicana en España; fue también Arcediano para supervisar las parroquias de Cataluña y el arco mediterráneo, y miembro y posteriormente Vicepresidente de la Comisión Permanente de la Iglesia entre los años 2004 y 2011.
En la esperanza de la resurrección y la vida eterna, damos gracias a Dios por la vida y ministerio de la Rvda. Susana Woodcock.
+ Carlos López Lozano – Obispo Diocesano de la IERE (Iglesia Española Reformada Episcopal-Comunión Anglicana)
ESGLESIA DE CRIST
C/ Sol, 210 – 1.º 2.ª
08201 Sabadell
Hermanas y hermanos:
Nos ha conmovido la noticia del fallecimiento de nuestra hermana Rvda. Susan Woodcock y también el artículo que escrito por nuestro hermano Gabriel Jaraba ha publicado la revista anglicana La Luz digital (www.laluzdigital.com ) y que como sentido homenaje vamos a reproducir en esta página de la Iglesia de la Trinidad de Cádiz, orando por el eterno descanso de nuestra hermana.
La culpa la tuvo Susan Woodcock
Por Gabriel Jaraba - Un día cualquiera te encuentras meditando y te sorprendes a ti mismo pensando en qué cosa puede ser el Espíritu Santo. Asunto al parecer arduo, tal como refiere un chistecillo inglés sobre un señor mayor que seguía la catequesis de adultos y, al ser preguntado sobre la Santa Trinidad, respondió: “Bien, está el Padre; luego, el Hijo, y… perdón, no recuerdo el nombre del otro caballero”. El problema que tiene el Espíritu Santo, a mi modesto entender, es que ahora no se manifiesta como “un viento recio que soplaba” (Hch. 2:2) sino que hay que buscarlo en los repliegues de la vida, en esos momentos de la existencia en que se abren encrucijadas decisivas, momentos críticos llenos de duda y temor, en los que hay que lanzarse a caminar sobre las aguas en pos de Quien nos llama y nos anima a abandonar el miedo. Pero a lo mejor el problema no es tal sino una enorme ventaja.
De pronto me he dado cuenta de que sé perfectamente quien es “el otro caballero” cuyo nombre no recordaba el catecúmeno inglés. El Espíritu Santo es Quien me llevó, hace unos años, a conocer a Susan Woodcock en la Iglesia de Cristo de Sabadell.
Aún no sé cómo, un día me dirigí hacia la calle del Sol, en la capital vallesana, en busca de una iglesia anglicana, o lo que se suponía debía serlo, según informaciones fragmentadas que fui recogiendo de la red. No tenía la menor idea de qué me iba a encontrar, pero había algo que me daba confianza: el hecho de que fuera una mujer quien se hallase al frente del asunto. Cuando se lo dije sonrió, y añadí: “Está muy claro. Las mujeres no os andáis con tonterías, y si hacéis algo lo hacéis en serio”. En nuestra entrevista hablé yo más que ella (cosa que no extrañará a quienes me conocen) y Susan demostró una de las cualidades fundamentales en todo pastor, educador o terapeuta: una enorme oreja. En este mundo donde todos quieren tener razón, el signo distintivo de quienes sirven a los demás es la escucha, escucha consciente y atenta, atenta a las necesidades del otro.
La escucha y la presencia. El gran poeta Walt Whitman dijo: “Convencemos por nuestra presencia”. Demasiado a menudo confundimos la presencia con la apariencia o la ostentación, o simplemente el ruido. La presencia es una cualidad enigmática del ser humano, quizás porque cuando nos hacemos presentes realmente, con toda el alma y todo el corazón, se hace presente también algo que nos trasciende. Decimos que el Evangelio de Cristo es la proclamación de la Palabra, pero esa palabra precisa una presencia para que se haga viva. Aquella mañana sabadellense pude darme cuenta de lo que verdaderamente puede ser la presencia humana. Después de haberle abocado todo tipo de preguntas y dudas, desde las indecisiones más tontas y las prevenciones más absurdas, Susan Woodcock no hizo otra cosa que lo único que se debe hacer: recibir, acompañar, acoger. Y uno observaba, después de 40 años de hacer entrevistas periodísticas a todo tipo de personajes (desde Sofía Loren hasta el Dalai Lama pasando por Mick Jagger, para que el lector pueda hacerse una idea de lo que quiero decir) que la sorpresa de un servidor iba en aumento al darme cuenta de que aquella fulgurante presencia se debía a la Luz de Cristo ofrecida por una persona modesta como una caña a la orilla del río y sólida como una roca fundamental.
De modo que el desorientado buscador iba en busca de una iglesia donde al entrar bastase con dejar el sombrero en la puerta y no el cerebro y se encontró de sopetón con el testimonio cristiano encarnado en una señora bajita. Para mí fue más impresionante que un viento recio o una lengua de fuego, y desde aquel momento ya no tuve reparos ni contenciones en proclamarme públicamente cristiano. Susan Woodcock fue quien hizo realidad Pentecostés para mí.
Asistí, días después, a la celebración de la Santa Comunión en la Església de Crist y pude comprobar que aquella presencia no era efímera. Insistiré desde otro ángulo: he estado en todo tipo de oficios cristianos, de las más diversas denominaciones, y en ceremonias de otras religiones en las que se ha manifestado igualmente el espíritu de la Buena Voluntad al Bien. Y fue en aquellas modestas instalaciones donde, nuevamente, me di cuenta de que la presencia de Susan Woodcock, profunda, amplia y suavemente arrebatadora, no era una presencia personal sino transpersonal. No me extenderé en más consideraciones para evitar que los sentimientos puedan oscurecer otra cosa más importante que quiero reflejar aquí. Pero allí me di cuenta que proclamar el Evangelio está en nuestras mismísimas manos, en las de cada uno de nosotros, en cada momento, cuando nos ponemos a un lado a nosotros mismos y dejamos que se haga presente la Palabra. Eso es lo que Susan Woodcock me reveló, y temblé.
Desde aquellos días han pasado unos pocos años, los suficientes para desprenderme de unas cuantas estupideces personales y poner en orden ciertas cosas. El 13 de mayo recibí mi confirmación en la IERE por parte de nuestro obispo don Carlos, bajo el alegre pastoreo del reverendo Rafael Arencón. Durante toda la ceremonia estuve llevando a Susan Woodcock, ya muy enferma, en mi corazón. Porque fue ella quien tuvo la culpa de todo esto, porque en vez de haberme informado, sermoneado, aconsejado u orientado, se limitó a mostrarme a Jesús.
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