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martes, 13 de noviembre de 2012

…Y se abrió la caja de los truenos


Reproducimos este interesante artículo aparecido en Lupa Protestante, creemos que debe servir para reflexión sobre este tema tan controvertido en nuestra sociedad y para que ustedes nos den sus opiniones, cosa que podrán hacer a través de la sección de comentarios o bien a nuestro correo electrónico que recordamos es:
Así que, todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos; porque esto es la ley y los profetas. (San Mateo 7, 12 RVR60)
Era de esperar. Aunque pareciera lo contrario —y desde luego, contrariados han quedado militantes del PP, algunos de cierto peso en sus filas—, el gobierno de Mariano Rajoy ha aceptado la decisión de las altas instancias judiciales de nuestro país en lo referente a reconocer la constitucionalidad del llamado “matrimonio homosexual”, pese a sus anteriores amenazas cuando estaba en la oposición. Si a esta noticia, que ha tenido su eco en los rotativos nacionales y extranjeros, añadimos la propuesta del presidente Hollande de reconocer el derecho de los homosexuales galos a contraer matrimonio legal en Francia, algo que también se ha difundido en profusión, pues efectivamente se ha abierto la caja de los truenos, como han evidenciado la prensa y los medios de comunicación en general.


La intención que tenemos al compartir con nuestros amables lectores esta reflexión no es, ni mucho menos, analizar la conveniencia o inconveniencia de estas medidas, ya sea desde el punto de vista legal, social, político o moral. Tampoco pretendemos hacer una crítica de ciertas instancias religiosas que se han apresurado a condenar abiertamente tales disposiciones, aun cuando ellas mismas tienen mucho que callar, en este tema y en otros. Ni siquiera pronunciarnos acerca de la homosexualidad como tal, que entendemos se trata de una realidad patente en todas las sociedades humanas —lo quieran reconocer o no—, ante cuya existencia no podemos cerrar los ojos o pretender que “entre nosotros esas cosas no se dan”. Lo que nos proponemos, en cambio, es pronunciarnos sobre una serie de actitudes que hemos encontrado y leído esta semana, y que venimos escuchando en nuestros medios evangélicos desde hace ya algún tiempo. Actitudes que vienen bien ejemplificadas, por no mencionar sino un caso entre muchos, en la reacción de cierta persona, creyente, que hace unos años se disgustó sobremanera porque en un culto dominical escuchó a su pastor la idea de que la homosexualidad no era, ni el mayor pecado que el hombre podía cometer, ni lo más terrible que el ser humano pudiera experimentar en esta tierra, dado que había cosas mucho peores y más dañinas (fue una idea expresada de paso, como un simple ejemplo; no era la homosexualidad el tema del sermón, según me comentaron). Actitudes que en ciertos sectores alcanzan una virulencia excesiva en ocasiones y que manifiestan un espíritu de condena inmisericorde e intolerancia radical diametralmente opuesto a esa “regla de oro” expresada por Jesús y los apóstoles en el Nuevo Testamento, con la que encabezamos estas líneas.
Diremos de entrada que el homosexual, lo mismo que el heterosexual, naturalmente, es en primer lugar y por encima de todo un ser humano, una persona humana, ya sea varón o hembra. Y como tal, un portador de la imagen de Dios según Génesis 1, 26, no en mayor ni en menor medida que el resto; igual que cualquier otro. Por ende, alguien en quien hallamos a nuestro prójimo, vale decir, un acreedor de todo nuestro respeto. Y si además es creyente —¿por qué no podría serlo?—, encontramos en él a un hermano en Cristo, es decir, alguien que se confiesa discípulo de Jesús y que ha depositado en él toda su confianza para salvación, de igual manera que los demás cristianos, por lo cual Dios también lo ha ungido de lo Alto y le ha provisto de dones para la edificación de la Iglesia, exactamente lo mismo que a cualquier otro seguidor del Evangelio. De ahí que ninguna persona homosexual que fuera creyente tendría que hallarse especialmente incómoda en una iglesia que, fiel a su cometido, proclamase la Salvación en Cristo y la misericordia de Dios para todos los seres humanos, pecadores por naturaleza, pero accesibles a la Gracia divina.
En segundo lugar, afirmamos que la condición sexual de las personas, que no es algo que se elija siempre tan libremente como se ha pensado hasta ahora, no implica mayor “pecaminosidad” que otras situaciones que, dicho sea con un sentimiento profundo de vergüenza propia y ajena, las iglesias tienden a no considerar demasiado, o incluso a ignorar, cuando no toman el camino más equivocado en relación con ellas. Nos parece escandaloso que en ocasiones se haya destruido moralmente a personas y familias enteras por asuntos relacionados con la homosexualidad, siempre dolorosos, o bien humillándolas ostensiblemente al privarlas del Sacramento de la Comunión (la Cena del Señor), o bien expulsándolas claramente de las comunidades, mientras se ha vitoreado y hasta aplaudido a personajillos despreciables e inconversos que sin ningún escrúpulo manipulan mentes, se autoerigen en amos y señores de congregaciones en las que ejercen verdaderas tiranías, incluso con métodos de muy dudosa ética, o sencillamente, se tolera que engrosen las membresías individuos engreídos, explotadores de sus subalternos, avaros, deshonestos en muchos sentidos (sin olvidar la moral matrimonial), intemperantes, mundanos, mentirosos, maldicientes, a veces hasta calumniadores en toda regla. Si reconocemos que nuestras iglesias son para seres humanos caídos desde Adán, pecadores necesitados de la Gracia Redentora de Cristo, como así se suele decir y así es en realidad, ¿por qué esas diferencias tan farisaicas? ¿En qué es una persona homosexual más pecadora o más condenable que otras?
En tercer lugar, la lectura y el estudio de la Palabra de Dios, la Biblia, nos obliga a los creyentes protestantes a un profundo replanteamiento de la cuestión siempre en aras de una mejor comprensión de los principios fundamentales del Evangelio. Por supuesto que el ser humano es una especie sexuada desde su creación y que el gran ideal propugnado en las primeras páginas del libro del Génesis es precisamente el matrimonio entre un varón y una mujer; eso es inamovible e indiscutible, aunque hallamos en los mismos capítulos de este primer libro bíblico, e inspirado, varias desviaciones de aquel principio en las propias familias patriarcales, así como en otros escritos veterotestamentarios, en los que aberraciones como la poligamia parecen contar con la aprobación divina en algún caso concreto. No entramos, no obstante, en tan arduo problema. Lo cierto es que en las Sagradas Escrituras no hay alusión alguna a la homosexualidad tal como la comprendemos desde finales del siglo XIX. El mundo en que la Biblia vio la luz no conocía ciertas realidades de la persona humana que solo el progreso médico y psicológico ha ido desvelando muy poco a poco. Las Sagradas Escrituras presentan claros ejemplos de prostitución sagrada, ejercida por hombres y mujeres —¡incluso en el Templo de Jerusalén en sus días más aciagos!—, como parte de cultos idolátricos y decadentes, mención de lo cual hallamos tanto en tiempos del Antiguo como del Nuevo Testamento, así como una práctica por demás horrible e inhumana, que al parecer subsiste aún en algunas latitudes, consistente en violar varones para hacer patente su situación de inferioridad o sometimiento (tratarlos como mujeres, en una palabra), como era el caso de los habitantes de Sodoma en Génesis 19 o de Gabaa de Benjamín en Jueces 19, donde quienes pretendían violar al levita se contentaron con humillar sexualmente a su concubina. Nada de ello se corresponde con el actual concepto de homosexualidad, que apunta a una tendencia innata de algunas personas. De ahí que el empleo como arma arrojadiza o martillo pilón contra los homosexuales de ciertos pasajes de las Escrituras supuestamente referidos a este asunto, no sea del todo correcto, y que hayan de ser leídos y entendidos a la luz de su contexto general de aquellas épocas y sociedades antiguas. Asimismo, las traducciones de ciertos términos o expresiones bíblicas que en nuestras versiones al uso aparecen como “sodomitas”, “afeminados” o “los que se acuestan con varones”, por no citar sino unos cuantos muy manidos, deben ser mejor pulidas por quienes editan y difunden la Palabra de Dios, pues no se refieren exactamente a la situación de una persona determinada que hoy advierta en un momento concreto de su vida, especialmente en su adolescencia, su condición homosexual.
Un homosexual cristiano, sea varón o hembra, debe asumir su situación delante de Dios, reconociéndola como tal con todas sus implicaciones, sin necesidad de hacer ostentación de ella, de la misma forma que ha de actuar el resto de los creyentes en todas las cosas, e ir creciendo en Cristo con madurez y esperanza en la renovación a que todos los hijos de Dios somos convocados, homo- y heterosexuales. Por otro lado, la Iglesia está llamada a no hacer acepción de personas, reconociendo que ninguna condición sexual específica es requisito para la recepción de la Gracia de Dios, y que, finalmente, los cristianos somos seres humanos redimidos, con todas las imperfecciones inherentes a nuestra naturaleza, y por tanto impedidos de juzgar o condenar a nuestro hermano, cuyas circunstancias no podemos comprender ni conocer en toda su profundidad.
Decisiones como las del Tribunal Constitucional de España, o propuestas como las del presidente galo François Hollande y tantos otros mandatarios en diversos lugares sobre el asunto de los matrimonios de personas del mismo sexo, tienen, como decíamos, la virtud de abrir la caja de los truenos. La Iglesia de Cristo, por el contrario, ha recibido la misión de pacificar. Y una de las mejores maneras de hacerlo es, sin duda, abriendo sus puertas sin distinciones a todos cuantos sean impelidos por el Espíritu de Dios a reconocer a Cristo como su Señor y Salvador.

Autor/a: Juan María Tellería Larrañaga

El pastor Juan María Tellería Larrañaga es en la actualidad profesor y decano del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas),Centro Superior de Teología Protestante


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