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miércoles, 30 de mayo de 2012

Claudio de Turín. ¿Precursor de la Reforma?

Reproducimos este texto publicado en el blog Tendencias21 en el que se resumen las ideas del obispo español Claudio de Turín (siglo IX). Este artículo fue escrito por D. Fernando Bermejo. (Fernando Bermejo Rubio es doctor en Filosofía y máster en Historia de las religiones. Sus áreas de especialización son la historiografía sobre Jesús de Nazaret, el cristianismo antiguo y el maniqueísmo. Ha sido profesor en la Facultad de filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona y ha impartido cursos de historia del cristianismo antiguo y medieval en diversos másters. En la actualidad es investigador en el Departamento de filología griega de la Universidad Complutense de Madrid.)


Obispo Ursus


Un obispo iconoclasta en Occidente 



Los episodios principales de la crisis iconoclasta que tuvo lugar en el Imperio bizantino entre los ss. VIII y IX son lo bastante bien conocidos como para que no haya necesidad alguna de insistir en ellos. Menos manido es el fenómeno de la iconoclastia occidental en el Imperio carolingio, que –aunque no tuvo el alcance ni la repercusión que en la Iglesia Ortodoxa– se manifestó de varios modos. Dado que hemos tenido ocasión de referirnos a Pedro de Bruys y los petrobrusianos en una época posterior, el s. XII, vale la pena hoy llamar la atención de los lectores sobre un fenómeno de iconoclastia -y, más específicamente, de estauroclastia- que tuvo lugar en época carolingia, máxime teniendo en cuenta el hecho de que quienes estuvieron implicados en él fueron esta vez eclesiásticos, y de origen español. 

Una personalidad especialmente curiosa en este contexto es la de Claudio,un clérigo de origen español, aunque ninguna fuente fija el pueblo o la comarca de su nacimiento. Dado que sí se sabe que fue discípulo del obispo adopcionista Félix de Urgel, y en virtud de otros testimonios, no es descabellado pensar que hubiera nacido en una región que Carlomagno reconquistó entre 785 y 810, y que fue llamada, entre 821 y 850, Marca Hispánica (Marca Hispaniae o Marca Hispanica) que comprendía el territorio de la península ibérica adyacente a los Pirineos (norte de Aragón y Cataluña).

Una vez ordenado presbítero, Claudio estuvo un tiempo en la corte de Ludovico Pío, el único hijo superviviente de Carlomagno, con el cargo de maestro del palacio imperial. Claudio fue nombrado obispo de Turín de 816 hasta su muerte, acaecida hacia 828-830. Su fecha de nacimiento se desconoce (prob. ca. 780). A pesar de que la iconomaquia no resume la personalidad de un hombre que se proclamaba biblista de vocación (de hecho, la mayor parte de sus escritos consiste no en textos doctrinales o polémicos, sino en comentarios del Antiguo y el Nuevo Testamento), Claudio debe sobre todo su notoriedad a su oposición activa y violenta al culto de las imágenes, una actitud relativamente excepcional en el Imperio carolingio, que hizo de él, de algún modo, un propagador, consciente o no, del iconoclasmo bizantino entre los francos. 

 
Resulta que, llegado a Turín, Claudio halló en su diócesis lo que consideró supersticiones paganas en lo relativo al culto de las imágenes. Queriendo atajarlas, él mismo –según su propia declaración en uno de sus escritos, el Apologeticum- procedió a destruirlas: 

“Después de que yo, contra mi voluntad, hubiera tomado sobre mí la carga de la función pastoral, y de que hubiera sido enviado por Luis, el piadoso príncipe, hijo de la santa Iglesia Católica del Señor, llegué a Italia, a la ciudad de Turín. Encontré todas las basílicas, en desprecio del orden de la verdad, llenas de exvotos e imágenes, y, dado que todos les daban culto (quia quod omnes colebant), me puse yo solo a destruirlas (ego destruere solus coepi). He aquí por qué todos abrieron sus bocas para blasfemar contra mí, y, si el Señor no me hubiera socorrido, quizás me habrían devorado vivo (forsitan vivum deglutissent me). 
 
Adviértase que el año en que tiene lugar esta acción es probablemente el de 816. En Bizancio, había llegado al trono tres años antes León V (813), que tenía convicciones iconófobas tan fuertes como las de su predecesor homónimo, León III el Isaurio, lo que hará de nuevo revivir la propaganda iconoclasta y la persecución de los iconódulos, con su triste cortejo de encarcelamientos, exilios, y pronto también de violencias y crueldades, a veces asesinas. Claudio no pudo ignorar estos acontecimientos, y aun si pudo reprobar los excesos más graves, es verosímil que encontrara en el retorno al poder de los iconoclastas griegos un impulso a su propio rechazo del culto de las imágenes. 

No sabemos si Claudio pudo ser auxiliado en su celo estauroclasta por algún ayudante, pero el relato del Apologeticum más bien indica el aislamiento de su posición. Dicho sea de paso, nótese que el final de la cita tiene una doble alusión bíblica (recordemos que Claudio era ante todo un exegeta), que combina Lam 2, 16 o 3, 46 y Sal 123, 3. De este modo, el obispo se asimila implícitamente a los justos perseguidos –y solitarios– del Antiguo Testamento. En todo caso, no es posible reconstruir en la acción de Claudio nada parecido a las rebeliones populares contra las imágenes como las que se darían en la época de la Reforma en la década de 1520 en Zürich o Estrasburgo. 
 
El hecho de haber escandalizado a sus feligreses y a otros colegas de episcopado ganó a Claudio la reputación de hereje. De hecho, su comportamiento y algunos de sus escritos le valieron al obispo acusaciones de tal vehemencia que se convirtió en el dignatario eclesiástico más execrado de su tiempo. Sus enemigos hicieron todo lo posible para pintarle a una luz odiosa y literalmente monstruosa (incluyendo, por supuesto, la acostumbrada inspiración diabólica). 

El propio papa Pascual I (817-824) le comunicó su desaprobación, lo que no llama la atención en un pontífice que intentó defender el culto de las imágenes contra los inconoclastas, como lo prueba la carta que escribió al emperador bizantino León V. Aunque la intervención de la sede romana no hizo variar las ideas de Claudio, al menos parece haberle vuelto más circunspecto, pues a pesar de todas las críticas, siguió en su sede episcopal hasta su muerte.

¿Cuáles fueron los argumentos iconoclastas del obispo español Claudio de Turín en el s. IX, las razones esgrimidas para sus comportamientos estauroclastas tan contrarios a la tradición? 

En efecto, el obispo hispánico no se contentó con destruir las imágenes. Convencido de tener razón y de defender la ortodoxia, se dedicó a explicar y justificar por escrito su actitud. Su argumentación iconoclasta se contiene en particular en su Apologeticum, aunque de este se conservan únicamente los extractos que sus detractores han citado. Estos catorce extractos que los censores han transmitido a la posteridad es de donde podemos extraer, mal que bien, su doctrina. 

El primer argumento era previsible, pues constituye el arma empleada más a menudo en la panoplia iconoclasta: se trata del segundo artículo del Decálogo, la prohibición de representar y adorar las criaturas celestes, terrestres o acuáticas (Ex 20, 4-5), el fundamento de un aniconismo hebreo que, como han mostrado entre otros los descubrimientos de Dura Europos, se relajó un tanto en los primeros siglos de nuestra era y no volvió a ser observado estrictamente hasta los ss. V o VI. 

A nivel teológico se le respondió con la ocurrencia de que la representación de Dios era imposible antes de la encarnación del Hijo, pues Dios es por naturaleza incomprensible (aperíleptos), no susceptible de ser circunscrito (aperígraptos), infinito (ápeiros) e irrepresentable (askhemátistos), pero que con la encarnación la cosa cambia. De este modo, los iconófilos, en un alarde de creatividad, podían relativizar el aniconismo judío subrayando su carácter específico y circunstancial. 

El segundo argumento desvela mejor todavía las convicciones del obispo de Turín. Los iconódulos, incluso cuando no creen que haya algo divino en las imágenes y se contentan con venerarlas para honrar a aquel al que representan, en la medida en que fabrican y veneran imágenes de Dios o de los santos, imitan ellos también a los paganos y reemplazan una idolatría por otra. El hombre, decía Claudio (citando un escrito de Cipriano dirigido a un pagano) ha sido llamado por dios para volverse hacia el cielo, y el culto que da a las imágenes lo abaja hacia la tierra. 

Entre los argumentos de Claudio se hallaba también la idea de la absoluta trascendencia divina, y el peligro de idolatría en todo culto prestado a lo que no es Dios. Y continuaba: “Si adoramos la cruz porque Cristo padeció en ella, adoremos a las doncellas, porque de una virgen nació Cristo. Adoremos los pesebres, porque fue reclinado en un pesebre. Adoremos los paños viejos, porque después de muerto en un paño viejo fue envuelto. Adoremos las barcas, porque navegó con frecuencia en ellas y desde una enseñó a las turbas y en una de ellas durmió. Adoremos a los asnos, porque en un asno entró en Jerusalén…”. 

Estas “raras ilaciones que de la adoración de la cruz saca el iconoclasta” (Menéndez Pelayo dixit) continúan así: “Dios mandó que llevásemos la cruz, no que la adorásemos. Y precisamente la adoran los que ni espiritual ni corporalmente quieren llevarla […] Adoremos las piedras, porque Cristo, después del descendimiento, fue enterrado en un sepulcro de piedra. Adoremos las espinas y las zarzas, porque el Salvador llevó corona de espinas. Adoremos las cañas, porque en la mano de Jesús pusieron los soldados un cetro de caña. Adoremos las lanzas, porque una lanza hirió el costado del señor”. 

Remito a los lectores interesados en Claudio a la minuciosa obra de Pierre Boulhol, Claude de Turin. Un évêque iconoclaste dans l’Occident Carolingien, Institut d’Études Augustiniennes, Paris, 2002. 

Quede constancia, con estas referencias a Claudio, de las distintas sensibilidades cristianas en aquellos siglos que probablemente no fueron ni más ni menos oscuros que los nuestros, que los de siempre. 




Para mayor conocimiento del personaje:
Claudio de Turín nació en España en la segunda mitad del siglo VIII y murió en Turín hacia el año 832. Aunque era alumno de Félix de Urgel, dirigente de los adopcionistas, no compartió sus ideas heréticas. Estuvo después en la corte del rey de Aquitania, instruyendo a sus compañeros clérigos en las Sagradas Escrituras. Tras ascender al trono Ludovico Pío, le envió a Turín como obispo para instruir a la ignorante población en las Sagradas Escrituras y hacer frente a los piratas sarracenos en los Alpes marítimos. Carlomagno había obtenido grandes territorios en el noroeste de Italia al derrotar a los lombardos, otorgando algunas de esas tierras a la Iglesia, que habían sido saqueadas por los lombardos arrianos. A su vez, se exigía a los preladosel servicio feudal a cambio. Claudio refiere que él mismo realizó tal servicio contra los musulmanes, llevando su obra literaria con él a la campaña.
Escribió comentarios en la forma de catenæ sobre Génesis (811), Éxodo (821) y Levítico (825); también sobre Mateo (815), Gálatas (816) y Efesios (817). A petición del abad Teodomiro, escribió una obra sobre los libros de Reyes, que es principalmente una compilación de Agustín, Isidoro, Beda y Rabán. Algunas expresiones le hicieron sospechoso de nestorianismo, llevando Teodomiro su comentario sobre 1 Corintios ante los obispos y dignatarios para que lo juzgaran. Claudio escribió una defensa, de la cual existía una copia en el monasterio de Bobbio en 1461, pero se ha perdido y sólo es conocida por extractos de Dungalo y Jonás. Provocó un rechazo por su actitud hacia la veneración de imágenes, que entre el pueblo semi-civilizado de su diócesisincrementaba la idolatría. Aceptó las ideas de Agustín sobre la predestinación, pero evitó la parte de su enseñanza en la que presenta a la Iglesia como medio de comunicación entre Dios y el hombre. Estuvo en desacuerdo con el creciente honor dado al obispo de Roma y no estimuló las peregrinaciones a esa ciudad. Negó que Pedro recibiera poder para atar y desatar y habló de un doble primado entre los apóstoles, uno dado a Pedro por la misión judía y otro dado a Pablo por la misión a los paganos. Esas y otras expresiones, junto con el hecho de que no sólo quitó las imágenes sino también las cruces de sus iglesias, provocó la sospecha en su contra, escribiéndole Teodomiro y avisándole de que se decía que había fundado una nueva secta contra regidam fidei catholicæ. No hay evidencia de que fuera el verdadero fundador de los valdenses, auque se le puede contar entre los precursores de la Reforma.

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