El que lee entienda. (San Marcos 13, 14 RVR60)
Sinceramente, no esperábamos que nuestro artículo pasado despertara tantos interrogantes e incluso tanta preocupación en hermanos y amigos de distintas denominaciones. De hecho, durante esta semana hemos estado recibiendo mensajes privados y hasta llamadas telefónicas en las que personas muy queridas y muy cercanas nos pedían insistentemente ejemplos concretos de cómo poder leer la Biblia para disfrutarla, es decir, sin entrar en cuestiones polémicas. Ello nos ha hecho pensar, y no sin tristeza, que efectivamente algo va mal en nuestro acercamiento al texto sagrado, y que no íbamos desencaminados al proponer una lectura más estética, más gozosa, más relajada de lo que profesamos ser la Palabra de Dios. Quede pues para una posterior reflexión lo que era nuestro proyecto inicial al redactar el primer artículo (expresar en una segunda entrega algo acerca de la otra literatura cristiana que habitualmente consumimos además de la Biblia). Nos centraremos únicamente en tres ejemplos de lo que llamamos lectura estética, o si lo preferimos, lectura gozosa de las Sagradas Escrituras, tres modelos paradigmáticos aplicables, mutatis mutandis, al resto.
El primero, cómo no, es Génesis 1, o más exactamente, Génesis 1, 1 – 2, 4a, vale decir, el Primer relato de la Creación, que es también el inicio de la Biblia tal como nos ha sido transmitida. Es muy de agradecer que algunas versiones actuales hayan tenido el acierto de presentarlo con una tipografía distinta de los relatos puramente narrativos, o sea, como un poema. Realmente es un poema, o mejor dicho, un canto compuesto de forma que quienes lo escucharan pudieran recordarlo con facilidad y eventualmente repetirlo. La estructura propia del texto invita a ello; no tenemos más que pensar en las ocasiones en que leemos las fórmulas “sea… y fue así”, “y fue la tarde y fue la mañana, día tal”, o “y lo vio Dios. ¡Qué bueno!” (el “y vio Dios que era bueno” de las versiones más al uso). No vamos muy desencaminados si nos imaginamos un grupo de cantores levitas de la época de la restauración, después del exilio babilónico, entonándolo en alguna festividad especial del calendario litúrgico hebreo al son de sus instrumentos musicales, y con la correspondiente responsio del público, como si se tratara de un cántico antifonal. En este texto encontramos una de las imágenes más hermosas del Dios de la Biblia, el artista que se deleita con su propia obra, que se queda extasiado ante la belleza y la hermosura de su propia creación, y que pone todo su cuidado, todo su esmero, e incluso todo su cariño, en la formación de la especie humana, del varón y la mujer. Es decir, nos topamos con un mensaje sencillo y escueto que podríamos resumir muy bien así: todo lo que Dios ha hecho es bueno, especialmente nosotros los seres humanos (¡¡??). ¿A qué respondía esta tan bien elaborada composición? Sin duda, al paganismo pesimista del Cercano Oriente, en el que el mundo era el producto de un equilibrio muy tenso entre fuerzas caóticas desatadas y la intervención de unas divinidades más o menos poderosas, y en el que el ser humano se presentaba como el residuo de alguna entidad primigenia monstruosa y maligna vencida por una deidad o, todo lo más, como un mero criado de los dioses. Este Primer relato de la Creación transmite, por lo tanto, optimismo y confianza, y no es por casualidad que en la ordenación de los escritos que componen la Biblia se haya colocado deliberadamente en primer lugar: la Historia de la Salvación que las Escrituras nos vehiculan es una historia de fe y esperanza, nunca lo olvidemos. De ahí que quienes hasta el día de hoy se empeñan en buscar en este hermoso cántico argumentos paleontológicos contra teorías científicas, o “evidencias” de la historia geológica de la Tierra, cometan un grave error: por un lado, fuerzan un texto que no se compuso con tal propósito, y por el otro, se privan (y privan a los demás) de la belleza de una obra de arte inigualable.
El segundo ejemplo lo encontramos en 1 Samuel, uno de los escritos más ásperos y más duros del Antiguo Testamento, no sólo por su peculiar contenido especialmente belicoso, sino por el estado en que se encuentra su texto, que no es precisamente el mejor si lo comparamos con el de otros libros. El capítulo 17, por centrarnos en uno bien conocido, narra la hazaña de David frente al gigante filisteo, algo que a los niños de las escuelas dominicales de hace cuarenta o cincuenta años les entusiasmaba, pero que hoy a bastantes de aquellos niños, ahora adultos y padres de familia, les parece poco conveniente por la agresividad y la violencia que encierra y lo ven impropio para la educación cristiana. Cada época tiene su propia sensibilidad en la percepción de las cosas, eso está claro. Independientemente de la historicidad del hecho narrado (la victoria de David frente al campeón enemigo), el texto viene redactado con los rasgos propios de un relato popular, es decir, oral en un principio y deliberadamente atractivo: se incide en el hecho de que David era a la sazón un muchacho inexperto en el uso de las armas (debía hacer reír a más de un hebreo la imagen del joven pastor que no sabía moverse con las pesadas armas del cobarde Saúl), pero que derrota a un coloso de cerca de los tres metros de altura, el célebre Goliat, sin duda un pobre sujeto aquejado de gigantismo hipofisario con todas sus consecuencias negativas, armado hasta los dientes y bien pertrechado, que, no obstante, es derribado ¡por un guijarro lanzado con una honda! Imposible no pensar en la algazara y la hilaridad desatada que provocaría en un auditorio israelita de aquellos siglos la lectura-recitación de semejante hazaña. Y todo ello para ilustrar una gran verdad, el leitmotiv de toda la así llamada “historiografía deuteronomística”, o si lo preferimos, “libros históricos” del Antiguo Testamento: sólo en el Dios de Israel está la seguridad y la victoria de su pueblo. Algo que siglos más tarde alguien formularía con las célebres palabras no con ejército, ni con fuerza (Zacarías 4, 6). Los ríos de tinta que se han vertido o las alocuciones académicas que se han pronunciado en muchos púlpitos para probar de manera irrefutable la historicidad de este hecho o para contrarrestar a quienes la negaban, por muy pertinentes que pudieran parecer, han ensombrecido en realidad lo que no tenía más intención que mostrar cómo el Dios de Israel, que por encima de todo es misericordioso y compasivo, había escogido a un siervo muy concreto, David, y presentaba todo ello con unos colores muy vivos y muy atractivos para un auditorio hebreo.
El tercero y último, y posiblemente el más complicado, es el libro del Apocalipsis. Podríamos haber señalado el libro de Daniel o el de Ezequiel, ya que comparten un mismo género literario, pero preferimos el Apocalipsis porque, al formar parte del Nuevo Testamento, es más cercano a nosotros en el tiempo. Nos causa verdadera lástima el comprobar la manipulación a que se ve de continuo sometido en ciertos ambientes o cierta literatura tendenciosa, que hacen de él no lo que realmente es, sino una especie de horóscopo más seguro que los que aparecen en las revistas del corazón o en internet, o un “mapa del futuro” de tonalidades (¡y nunca mejor dicho!) terriblemente apocalípticas. El capítulo 17, por poner un ejemplo, ha desatado las fantasías de los comentaristas de todos los tiempos. Se trata de una pieza literaria de gran valor, tanto que por su elevado colorido y sus imágenes impactantes pareciera estar a la altura de las actuales películas de ciencia ficción con sus efectos especiales más sofisticados: una mujer, al parecer de gran hermosura, pero tremendamente corrupta (¡ebria de sangre!), y una bestia escarlata antinatural con profusión de cabezas y cuernos, todo ello en el marco de un desierto en el que no obstante se mencionan aguas y una batalla campal. Quienes se han empeñado en buscar “aplicaciones históricas” para cada detalle han llegado a encontrar de todo, desde descripciones del pasado hasta cuadros exactos (?) del futuro, con sus crisis económicas y guerras concomitantes, sin escatimar condenas a diestro y siniestro contra sistemas políticos y religiosos bien concretos de todos los tiempos, incluido el nuestro. Un dogmatismo tan grande en la lectura e interpretación de un texto y de un libro que tiene como finalidad vehicular un mensaje muy sencillo y una verdad universal: el Cordero es Señor de señores y Rey de reyes (17, 14), únicamente desvía la atención de lo fundamental y llega a caer en la más aberrante de las lecturas posibles. Parecería, según se escucha de algunos apasionados predicadores y expositores de este escrito, que nuestro mundo fuera algo así como el campo del diablo, una especie de valle tenebroso en el que los poderes de las tinieblas camparan a sus anchas y que sólo al final y tras unos combates de la mayor crudeza imaginable Dios fuera a vencer, pero con terribles esfuerzos. Quienes tanto se empeñan en difundir estas ideas se olvidan de que todo el Nuevo Testamento proclama la victoria real de Cristo sobre el universo entero, un triunfo que es ya real y que nos da a los creyentes la garantía de la salvación. El Apocalipsis no sólo no se desmarca del tono general neotestamentario, sino que lo remacha con su peculiar estilo. Este libro refleja el clamor de la Iglesia perseguida de finales del siglo I, pero que al mismo tiempo confía en que ya es más que vencedora en Jesús. Lo que describe el Apocalipsis no es mapas proféticos de muy discutible interpretación, sino una realidad espiritual ya patente en las comunidades johánicas de la época: los poderes humanos, descritos como bestias sanguinarias y monstruosas (más de un cristiano de la época sonreiría en su congregación cuando se leyeran los pasajes correspondientes y pensara en los gobernantes de turno), por invencibles que crean ser tienen los días contados. Finalmente, ante la gloria del Cordero de Dios inmolado, ¿qué son Roma y su imperio o cualquier otro estado político, por muy bien pertrechadas que tengan sus huestes? Y ante el Rey de reyes y Señor de señores, ¿qué son los sistemas religiosos paganos con todo su boato superficial?
Concluyamos. Los textos poéticos o los cánticos que hallamos en la Biblia desde el Génesis hasta el Apocalipsis ensalzan al Dios todopoderoso cuyas obras son perfectas (aunque no nos lo parezcan siempre desde nuestra perspectiva humana y restringida). Los relatos de tipo narrativo que llenan el Antiguo y el Nuevo Testamento presentan situaciones en las que Dios dirige especialmente los acontecimientos siempre a favor de su pueblo. Y los textos esencialmente proféticos, apocalípticos incluidos, envuelven en imágenes y figuras de a veces elevado sabor literario las estampas más hermosas de la gloria de Dios frente a la monstruosidad grotesca de los poderes humanos avocados a su propia destrucción.
Leamos, pues, la Santa Biblia tal como nos ha llegado, tal como nos ha sido transmitida, es decir, para ser disfrutada y saboreada en toda su magnificencia estética. Experimentémosla como una obra maestra. Remedando lo que decíamos en la reflexión anterior, será la única forma de hacer de ella lo que realmente profesamos que es: la Palabra Viva del Dios Vivo.
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