30/01/2013, Manuel López
Opinión
Lizzie, yo, (3) Saludos! Hola Manuel, Hola, Lizzie, etc. El mail -mensaje por correo electrónico; convengamos en llamarlo correo-e- en la tarde noche del pasado 10 de enero es culpable de que esté aquí un servidor importunándoles con la murga de texto que viene a continuación después de haber puesto un titular tan consabido como esa frase hecha del saludo de rutina, tan en desuso, ay, de “Buenos días nos dé Dios.”
Conste que estaba dispuesto a arriesgarme a titular “’-¡Bendisiones!’ -¿Mande?” No lo hice por tres razones que humildemente debo confesar:
-Una. No es correcto buscar primero el título de un artículo para ver luego cómo te las arreglas para ir armando el contenido que lo justifique, ni siquiera en un artículo de opinión. Contenido y continente forman una sociedad indisoluble.
-Dos. Además de no ser correcto de acuerdo a la ética y deontología profesional del periodista, tampoco lo es en modo alguno conforme a la ética del Evangelio, a fuer de la Ética Protestante.
-Y tres. Un periodista cristiano debe mantener la cordura a la hora de “vender” titulares comerciales. Lo primero, primero: el contenido. Si es información, la respuesta a las cinco preguntas: qué, quién, cómo, dónde, por qué, sin olvidarnos de la sexta: a quién lo estamos contando; ponernos “en los zapatos del lector” -muchísimo más certera y bella expresión que la que usamos en España de meternos “en el pellejo del otro”-.
Informar es contar “qué pasó”, no “cómo me conviene decir qué pasó”.
Si opinamos, la Ética Protestante aplicada a la comunicación, que recogen la mayoría de los Libros de Estilo de los medios de más prestigio y fiabilidad, proclama con sangre de tinta el principio innegociable que nos obliga a dejar más claro que el agua que no estoy narrando los hechos de un acontecimiento, sino comunicando qué me parece, cómo valoro, qué opinión me merece esto o aquello.
Y ahí estamos, señoras y señores colegas de este oficio de juntar palabras. “Buenos días” no es noticia, ni siquiera en los espacios de información meteorológica. Que luzca el sol y no llueva, no haya viento y no haga frío ni calor es lo normal. En realidad es notición, pero ya se sabe, solo interesan las malas noticias. Ay, Señor.
Así, atribuir a Dios la bondad del día que amanece y encomendarnos a él para la jornada que nos vendrá por delante no es noticia. No vende.
Y tendría que ser noticiable, caray. El brillo del más tenue rayo de sol que lucha por abrirse paso entre nubarrones en este valle de lágrimas es todo un victorioso signo de esperanza, de que hay vida. Y la vida puede -y debe- ser hermosa. Hermosa buena noticia.
Saludar por la mañana a otros con el deseo de bendición colectiva -“nos dé Dios”- es acaso la expresión suprema de la solidaridad, virtud evangélica por antonomasia. Equivale a reconocer, a proclamar en voz alta y públicamente, que deseo -nos pido- un buen día… para todos.
La emigración latinoamericana ha traído a España el saludo religioso “¡Bendiciones!” Lo respeto, pero no me gusta y por lo tanto no lo comparto; no va con nuestra cultura. Como ocurre con todo, el abuso del uso las palabras- la banalización, ay- y especialmente cuando se fuerza la incorporación de extranjerismos en el lenguaje coloquial popular, no es buena cosa.
Si estoy en un ascensor y entra alguien saludando con un sonoro “¡Bendiciones!”, confieso que lo que me pide el cuerpo es contestarle “¿Mande?”
En el ámbito de las iglesias es otra cosa. En estos últimos tiempos, ya digo, cada vez con mayor frecuencia te despachan con el manido “¡Bendiciones!” cuando entras o sales del culto o te encuentras con conocidos de la iglesia por la calle. “Bendiciones”. Vale, pero y después, ¿qué?, porque ahí empieza y termina la cosa.
Yo propondría a los bendicionistas cambiar radicalmente el signo ortográfico, la propia figura retórica. Nada de admiración, “¡Bendiciones!”, para cubrir el expediente y seguir tu camino. Mejor interrogación: pararse ante el otro, ponerle la mano en el hombro y preguntarle a bocajarro: “¿Bendiciones?”
Esto vendría a equivaler a decirle: “Hola, ¿cómo estás? Te escucho. Cuéntame, venga. Veré qué puedo hacer por ti.”
“Buenos días nos dé Dios. ¿En qué puedo servirte de su parte?”