Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios. (Hebreos 13, 7a RVR60)
Si alguien tenía la más mínima duda acerca del hecho de que la Iglesia católica romana está inmersa en una crisis profunda, con los acontecimientos de esta última semana habrá podido comprobarlo. En efecto, Joseph Aloisius Ratzinger, para los católicos S.S. el papa Benedicto XVI, dimite de su cargo. La conmoción que ha generado una decisión semejante en todo el orbe romano se hará patente de forma muy especial a partir de comienzos del próximo mes, cuando la Iglesia católica haya de presentar urbi et orbi (y nunca mejor dicho) un nuevo pontífice tras las reuniones o cónclaves adecuados con sus tomas y dacas, sus políticas internas y externas.
¿Qué le ha ocurrido realmente a Benedicto XVI? ¿O habría que preguntarse mejor tal vez qué le ha sucedido a Joseph Aloisius Ratzinger? Fuerzas mermadas por la edad, una salud débil, ha alegado él mismo y se han apresurado a confirmar los medios vaticanos trayendo a colación alguna que otra intervención quirúrgica reciente de la que en su momento no se había hecho mención alguna. Como era de esperar, no han faltado quienes han dicho que son sólo palabras para salir del paso. La prensa nacional e internacional se hace eco más bien de otras posibles razones: intrigas cortesanas (pues no olvidemos que el Vaticano se comporta como un auténtico estado medieval, con todos sus pros y contras inherentes), escándalos y corrupción interna de la Curia Romana, presiones del gobierno italiano, más exactamente de ciertas facciones derechistas de la política italiana con grandes intereses en el control de la Iglesia…, en fin, todo un cúmulo de circunstancias externas que habrían minado, no ya la salud física, sino los ánimos del pontífice, inhabilitándolo de esta manera para el desempeño de sus funciones.
Y cómo no, tampoco faltan quienes ven en la decisión del todavía hoy obispo de Roma una medida muy legítima de autoprotección ante una posible acción violenta por parte de las mafias que, se supone, se ocultan tras las púrpuras, los solideos, los manteos y las sotanas cardenalicias, dado que la muerte de un papa por envenenamiento u otros procedimientos nunca se revelaría como tal: las normas internas del Vaticano excluyen por completo la posibilidad de una autopsia. Después de lo ocurrido con Albino Luciani (Juan Pablo I), que casi todo el mundo considera un asesinato en toda regla, es normal y humano, piensan, que Benedicto XVI tenga miedo.
Opiniones, como vemos, las hay para todos los gustos, de todos los tamaños y colores.
En realidad, Benedicto XVI no ha tenido un pontificado fácil. Ningún obispo de Roma, en su calidad de cabeza visible de la Iglesia Católica, lo tiene, a decir verdad. Pero Benedicto XVI menos que otros. Sin negar de forma rotunda todo cuanto hemos apuntado en los párrafos precedentes, y sin obviar el hecho de que había sucedido a un papa muy carismático y con una fuerte personalidad, el celebérrimo y beatificado polaco Karol Wojtiła (Juan Pablo II), lo cierto es que ha decepcionado a demasiados católicos, clérigos y laicos. Las facciones más innovadoras de su iglesia lo han visto como un reaccionario, mientras que las más conservadoras lo han conceptuado como demasiado aperturista. En el todavía papa actual se han conjugado las facetas de un Benedicto XVI que se mostraba favorable a un retorno de la liturgia a sus fuentes antiguas, como el empleo de la lengua latina o incluso los ornamentos eclesiásticos de antaño, al mismo tiempo que la de un Joseph Aloisius Ratzinger, eminentemente teólogo, de horizontes más amplios, de pensamiento más abierto, que lo mismo podía arremeter contra ciertas doctrinas arraigadas en la fe popular católica (la existencia del limbo, por ejemplo) que mostrarse interesado en el diálogo ecuménico con los cristianos acatólicos.
El gran drama de Benedicto XVI es que en realidad ha sido Joseph Aloisius Ratzinger, un hombre de gran valía, un auténtico pensador, sin duda alguna, pero mal emplazado, impulsado por las circunstancias a ocupar un lugar en el que no podría sentirse cómodo a la larga o a la corta.
Las iglesias, no sólo la católica apostólica y romana, necesitan, por encima de todo, un enfoque pastoral de su actividad. Han de estar “dirigidas” (¿por qué no me gusta esta palabra?) o representadas por figuras eminentemente pastorales, que vivan el pastorado de forma activa, real, y que conciban la misión en el mundo como una tarea de cuidado pastoral. En las diferentes iglesias y denominaciones puede haber, y de hecho hay, personas cualificadas que desempeñan diversas funciones o ministerios, todos ellos muy necesarios y muy importantes. Es preciso que el Cuerpo de Cristo que conformamos los creyentes sea solidario con los menos favorecidos, pero la misión de la Iglesia no puede circunscribirse a tareas puramente sociales; la Iglesia no es una ONG. Resulta de importancia capital que la Iglesia forme a buenos teólogos, personas con capacidad para estudiar las Escrituras en profundidad y formular las doctrinas con precisión, gente con grandes dotes de investigación y exposición de sus trabajos, capaces de instruir y cimentar a otros de forma correcta en los arcanos de la fe; pero la misión de la Iglesia no puede ceñirse en exclusiva a la investigación teológica o exegética; la Iglesia no es una simple facultad de teología o un seminario. Hacen falta en las iglesias personas que sepan administrar y gestionar las cuestiones de tipo económico, y que lo hagan con la mayor profesionalidad posible, de forma que todo resulte nítido y transparente; pero la Iglesia no es una empresa, ni se puede entender como tal.
Al elegir a Joseph Aloisius Ratzinger como papa, Roma cometió en su día un grave error. No porque éste no fuera un buen cristiano, cosa que en principio no habría que poner en duda. No porque no fuera un dirigente político nato capaz de gobernar con mano firme un estado minúsculo, pero con gran peso en las vidas de millones de personas repartidas por todos los continentes. No porque fuera un teólogo reputado cuyos trabajos han hallado eco más allá de los límites de su denominación. Sencillamente, porque no ha sido el pastor que los católicos han necesitado; porque no ha tenido la visión pastoral necesaria para ejercer un auténtico pontificado; porque no ha estado a la altura de lo que las ovejas del rebaño católico romano esperan de un pastor, del pastor de pastores que para ellos representa la figura del papa.
Como protestantes y evangélicos, es decir, cristianos de la Buena Nueva, sólo podemos encomendar a Joseph Aloisius Ratzinger, la persona real que se ocultaba mal detrás del sonoro Benedicto XVI, a la Gracia y la Misericordia del Señor. El paso que ha dado le ha costado, lo sabemos. Ha sido reconocer su fracaso, quizá no tanto personal como de toda la Curia Romana, de todo el orbe católico, de una institución que se autoproclama infalible en ciertos aspectos, pero cuya realidad es muy otra.
Deseamos sinceramente que el teólogo Ratzinger siga escribiendo, reflexionando, compartiendo con la Iglesia universal esos talentos que Dios le ha dado y enriqueciéndola.
Y por encima de todo, deseamos y pedimos fervientemente a Nuestro Señor que también se apiade de nosotros y nos dé una visión auténtica, es decir, pastoral, del cometido de la Iglesia en nuestro mundo, en nuestra sociedad contemporánea
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