La Semana de Oración para la Unidad de los Cristianos es una buena oportunidad para sentirse parte de la Iglesia una, santa y católica. Los cristianos hemos de ser uno, tal como propuso Jesús. Quien al mismo tiempo afirmó que había muchas moradas en la casa de su Padre y que no todos quienes exclaman “¡Señor, Señor!” accederían al Reino de los Cielos. En el Evangelio encuentro, pues, en mi limitada comprensión, la polaridad entre unidad y diversidad que a algunos incomoda y que a otros nos parece la condición indispensable para la libertad.
La labor por la unidad de los cristianos fue promovida desde el campo protestante. La iglesia de Roma se sumó más adelante, y hoy participa plenamente en la Semana de Oración, aunque sigue sin ser miembro de pleno derecho del Consejo Mundial de las Iglesias, por su propia voluntad. Su concepción de “hermanos separados” de quienes no se adhieren a la organización que dimana de la Sede de Pedro entristece y a veces molesta a quienes no creen que la organización vaticana sea la única, o por lo menos preeminente, iglesia de Cristo. Pero peor es que desde ciertos sectores del campo evangélico se considere a esa iglesia poco menos que el Anticristo. El respeto a la diversidad va por barrios, y en mi casa, a calderadas. Por ese motivo no me gusta leer en publicaciones cristianas (entre ellas la nuestra) calificaciones ácidas de algunas cosas que la iglesia de Roma hace. Del mismo modo que me duele la ocultación sistemática que, en líneas generales, los medios de esa iglesia hacen de la existencia viva y rica de las iglesias evangélicas. Una buena señal es que portales informativos de orientación católica romana, como Catalunya Religió, publiquen semanalmente en lugar preferente la columna de Guillem Correa, secretario general del Consell Evangèlic de Catalunya, así como lo hicieron, de modo muy destacado, con la noticia del fallecimiento de la reverenda Susan Woodcock. Para mi, ese es un modo efectivo de hacer realidad en lo concreto las aspiraciones que elevamos en esta Semana de Oración.
La experiencia en muchas otras cosas de la vida me hace pensar que en esta cuestión sucede como en tantas otras: son las “bases” las que impulsan los procesos de fondo y las que, a menudo, tienen la última palabra. Las burocracias dirigentes se caracterizan por tomar decisiones que otrora les repelían cuando la gente del común ha hecho ya sus opciones y las ha impuesto por la práctica. Entonces adoptan lo realizado por los demás y se lo atribuyen como propio. Eso es común en la historia de las organizaciones y las iglesias no son una excepción.
En este terreno, sin embargo, los cristianos contamos con una ventaja: la acción del Espíritu Santo, inspiradora, vivificante y enérgica, continua e imprevisible. Mejor dicho, dos ventajas: la afirmación de Jesús de que allí donde dos o tres se reúnen en Su nombre allí se hace Él presente. Jesús era buen conocedor de los límites que impone la ortodoxia organizada y el modo en que la combinación fatal de religión y reglamentismo pueden aprisionar el espíritu humano, no en vano la denuncia de ese círculo perverso pesó en su condena a muerte. Y tenemos también una seguridad: que en el momento de comparecer ante Dios para rendir cuentas de nuestra vida, seremos juzgados por cumplir con el mandamiento supremo y no por pertenecer a una u otra forma de religiosidad organizada; y ese es un asunto que compete exclusivamente al Creador y a sus criaturas.
Los anglicanos solemos afirmar, sensatamente creo, que donde está Cristo está su iglesia (¡y no al revés!). A Dios no le limitan los muros físicos o mentales, ni códigos canónicos, ni teologías, ni textos conciliares. Es él quien nos mantiene ligados a nosotros y no a la inversa. Quizás el segundo mandamiento haga alusión también a un pecado poco admitido y poco discutido: el deseo de tener razón, aun contra el mismo Dios. Y es esa ligazón originada por ese inconmensurable pensamiento de amor que Dios tuvo para cada uno de nosotros antes siquiera de que la Creación fuera hecha lo que nos concede una libertad que no puede ser coartada por ningún poder ni acto humano. La consecuencia de ello es que la deseada unidad de los cristianos depende de cada uno de nosotros y puede ser realizada ahora mismo.
Como a menudo suele suceder, lo aparente oculta lo evidente. Hablamos de “unidad de los cristianos” y no de “unidad de las iglesias”. Ni siquiera de unificación de las iglesias. El matiz me parece algo más que una argucia verbal que me haya sacado ahora mismo de la manga. Quien describió así tal aspiración y proceso sabía lo que se hacía. La unidad de las iglesias puede darse en un momento dado del futuro en el curso de la historia. La unificación de las iglesias es un desiderátum que probablemente sólo sostienen los integristas de uno u otro lado. Pero la unidad de los cristianos significa, a mi modo de entender, que somos cada uno de los seguidores de Cristo quienes estamos llamados a trabajar por ella y a vivirla.
Visto así, nada me impide vivir sintiéndome formar parte de una sola iglesia de Cristo, de practicar mi fe enraizado en la comunión anglicana sin limitar, ni con muros, ideas, palabras o actos, la pertenencia a la totalidad de la humanidad creyente. Allí donde nos encontremos dos cristianos estará Cristo y por tanto la iglesia, no la iglesia romana, la ortodoxa o la siriaca. Y esto depende de cosas que están a nuestro alcance, ahora y aquí. Esas cosas son fe y respeto.
La etimología de respeto viene del latín respicere: mirar dos veces. Es decir, considerar a algo o a alguien con detenimiento. Eso significa concederle la cualidad de ser visible a nuestros ojos, es decir, no ignorarle (y mirar a alguien con gran consideración es ad-mirarle, mirar hacia él, mantenerlo en la visibilidad). Dice el refrán que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, y se ajusta perfectamente a este caso: quienes no nos importan se hacen invisibles ante nosotros, es como si no existieran. El respeto consiste en tener bien a la vista a los demás, y volver una y otra vez la vista hacia ellos.
Podemos entonces trastocar ese respicere en recipere: recibir. Toda la narración evangélica está llena de visitas y recepciones altamente significativas, no sólo simbólicamente sino, diría yo, sacramentalmente. “Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo”. No se puede ser cristiano a solas, y por tanto nadie es quien para endurecer su corazón ante otro hermano en la fe. Respeto y recepción son otros nombres para una palabra, tolerancia, que significa nada menos que conceder a los demás los mismos derechos que uno reclama para si.
Para mí, unidad de los cristianos es reconocer la condición de cristiano de cualquier otro creyente, sin pasarle por el tamiz de lo que yo creo que deba ser la fe. Es tenerle como visible, y hacerme visible yo también ante él. Entrar en un templo católico romano, ortodoxo griego, oratorio, ermita o capilla de cualquier denominación y sentirme en mi casa, con pleno derecho de estar allí. Es decirle a mi amigo católico, muy activo y militante en su iglesia, que yo lo soy también en la mía, y que como él participo del reconocimiento de la sucesión apostólica y de la celebración de la Eucaristía. Considero un contrasentido que los cristianos debamos hacernos visibles en la sociedad para testimoniar el Evangelio y no lo hagamos entre nuestros amigos y vecinos que siguen la confesión mayoritaria en nuestro país. Y es otro contrasentido que los cristianos que siguen a Roma estén sinceramente empeñados en la promoción de la justicia sin que se les ocurra abjurar de la injusticia que ha supuesto la represión secular de sus hermanos evangélicos. Y un contrasentido aún más grande es que los cristianos reformados estemos pendientes de lo que se necesita que sea reformado en otros olvidando la necesidad continua de reforma en tantas cuestiones en las que somos nosotros los actores. El respeto mutuo es la primera condición para el diálogo, y el respeto comienza, como he dicho, por volver la mirada hacia el otro para que deje de ser invisible. Llámeselo si se quiere reconocimiento, pues re-conocer significa conocer de nuevo, es decir tomarse la molestia por tratar de saber qué es eso que conocemos quizás a medias.
Lo dijo Jesús; nuestro problema es que tenemos oídos y no escuchamos, tenemos ojos y no vemos. Ver, reconocer, respetar, recibir es algo que podemos hacer todos y cada uno de nosotros ahora y aquí, sin añorar un tiempo futuro en el que, no se sabe cómo, las iglesias aparecerían unidas no se sabe de qué modo. Y probablemente la forma más sencilla es sintiéndose en casa en cualquier lugar del mundo que se confiese cristiano.
Publicado por La Luz Digital
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