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martes, 5 de febrero de 2013

De reyes, príncipes y testas coronadas


Y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios (Apocalipsis 1, 6 RVR60)
Nos ha llamado mucho la atención una de las noticias que se han visionado, leído y escuchado durante la última semana, no tanto por su contenido en sí mismo, que podría no pasar de lo meramente anecdótico, como por su repercusión en ciertos foros. Nos referimos a la decisión de la reina Beatriz de Holanda de abdicar próximamente en su hijo Guillermo, que con su esposa, la tan celebrada en la prensa rosa de hace algún tiempo Máxima Zorreguieta, reinará sobre los neerlandeses en fechas muy cercanas.
De forma curiosa, los comentarios que hemos leído a la rápida aparición de la soberana en la televisión nacional holandesa divulgando el real comunicado, han derivado hacia dos temas predominantes: por un lado, la inevitable información dicha “del corazón”, centrada en las características personales de la reina, por cierto muy loadas, el príncipe y sobre todo la nuera (de la que no han faltado quienes se han dedicado a rastrear los orígenes guipuzcoanos e incluso a mostrar fotografías de su antigua familia en el caserío ancestral); y por el otro, las también inevitables comparaciones entre las monarquías holandesa y de otros países, en las que se tendía a exaltar las virtudes de la primera frente a la escandalosa imagen que ofrecen hoy por hoy algunas testas coronadas europeas y/o ciertos miembros de sus familias, especialmente los que tenemos más cerca. Recordamos una aportación, anónima por cierto, en la que se decía literalmente: “no es comparable una monarquía protestante como la holandesa con la —obviamos el término malsonante original— que tenemos aquí”. ¿Sería su autor protestante él mismo, o sus palabras se limitaban a expresar admiración por una institución de un país protestante?
Desde el máximo respeto a la reina Beatriz, su hijo, su nuera y toda su familia, así como a todos los monarcas, europeos o no, que por encima de sus privilegios constitucionales e históricos y su pretendida “sangre azul” no son sino personas humanas y mortales dependientes de la misericordia divina, como el resto, no pretendemos utilizar estas líneas para hacer una declaración a favor o en contra de la institución monárquica como tal o de monarquías concretas como la holandesa. Ni como ciudadanos europeos ni como creyentes protestantes. Hemos conocido miembros de nuestras distintas iglesias evangélicas que se decantaban abiertamente por un sistema monárquico por entender que los reyes son figuras históricas claves en la representación e incluso en la estabilidad de un país, así como otros que se definían claramente como republicanos convencidos y consideraban las monarquías reliquias de épocas pretéritas injustificables en nuestros tiempos. Gracias a Dios, nunca hemos presenciado una discusión declarada o un debate encarnizado entre ambas posturas, y esperamos no tener que verlo. Finalmente, cada cual ha de ser muy libre de pensar sobre estos temas como bien le parezca, siempre desde unas bases de civilizada deferencia hacia quienes no opinen igual.
Lo que nos proponemos con esta reflexión es, sencillamente, llamar la atención de todos nuestros amables lectores al hecho de que, y siempre según el propósito divino, los creyentes estamos integrados en una clase muy particular de monarquía: somos reyes juntamente con Cristo nuestro Señor, pertenezcamos en esta vida a familias reales terrestres o no, nos decantemos por un sistema político monárquico o republicano. Y en unión con Cristo, estamos llamados a ejercer una misión real (en el doble sentido de la palabra) en este mundo. Si por un lado los escritos bíblicos exponen la condición de reyes de los creyentes como algo que ha de advenir en un futuro, cuando el plan divino de restauración de la familia humana alcance su plenitud al final de los tiempos, por el otro hallamos textos como el de Apocalipsis 1, 6 que lo presentan como una realidad actual, un hecho consumado. Esta dicotomía se puede entender, sin duda, a la luz de aquello que indican algunos teólogos: el enfoque “desde arriba” o “desde abajo”.
Mientras estamos en nuestra querida y vieja Tierra, hemos de enfocar la existencia, lógicamente, “desde abajo”, o sea, desde el suelo que pisamos. Si alguien está llamado a enfrentar la vida con realismo, ése ha de ser el creyente. Con todo, las Escrituras nos permiten atisbar de vez en cuando ciertas realidades superiores, supraterrenas, aunque sea de forma fugaz, como cuando se filtra un rayo de luz en medio de un día oscuro o una pequeña fisura en un muro nos permite contemplar algo de lo que puede haber al otro lado, tal vez un pequeño destello. Por eso es bueno que sepamos que hemos sido constituidos reyes.
Y ahora maticemos lo que ello conlleva.
La realeza en la Santa Biblia no reviste forzosamente el carácter de lo que hoy entendemos por monarquías en nuestro mundo actual. El cristiano no está llamado a ser una figura decorativa o un simple representante simbólico y único de una institución política. De entrada, sabe que no está solo en su función. No se trata de ser un rey en solitario, sino en unión de todos los creyentes y en paridad con ellos; nadie es “más rey” que otros, ni tampoco menos. Los pasajes escriturísticos que hacen referencia a esta especial condición del discípulo de Cristo jamás hacen distinciones ni señalan delimitaciones internas en el conjunto de los fieles. Somos reyes, simple y llanamente. Todos nosotros. Por otro lado, somos reyes que actúan de consuno, que llevan a cabo una función de proclamación de la justicia de Dios y que declaran la soberanía divina sobre el universo en su conjunto, llamando a las cosas por su nombre, señalando aquello que no es conforme al designio divino para la especie humana y denunciando cuanto atenta contra la dignidad de las personas. No es porque sí que las prescripciones deuteronómicas para los monarcas del antiguo Israel incluyeran como deber fundamental un estudio paciente y constante de las sagradas disposiciones divinas (cfr. Deuteronomio 17, 18-20).
Y finalmente, la realeza del creyente se presenta como inseparable de otra función muy específica, la sacerdotal. No se puede ser rey en el sentido neotestamentario sin ser al mismo tiempo sacerdote. Carece de sentido pensar en reinar con Cristo en este mundo sin ejercer al unísono un ministerio permanente de intercesión por los demás. El gran error que cometieron siempre las monarquías humanas de considerarse dueñas absolutas de vidas y haciendas de sus súbditos, y que degeneraron demasiadas veces en tiranías insoportables, olvidando su función de servicio a sus pueblos respectivos —cosas que de alguna manera aún se palpan en ciertas casas reales hodiernas—, es comparable en el terreno espiritual al de quienes asimilan muy bien la idea de un reino, entendido como dominio, pero descuidan la del sacerdocio: no podemos ser verdaderamente reyes para Dios si nos creemos únicos y descuidamos nuestro deber de ministración de la misericordia divina a los otros. El propósito divino para los creyentes implica, por lo tanto, la negación de los exclusivismos, los ghettos espirituales y los “reductos incontaminados de la verdad” en aras de un servicio permanente al prójimo, de una preocupación real por él y por su bienestar, así como de un deseo genuino de que viva en comunión con el Creador.
Beatriz de Holanda, como parece ser ya casi una tradición en su país, abdica para ceder el trono a su hijo Guillermo, para dar paso a una nueva generación y que implica una revalorización de la institución monárquica en los Países Bajos. Medida inteligente y popular, sin duda, que más de uno querría para los monarcas de sus países respectivos, y que dice mucho de ella, no ya como soberana de su país, sino también como persona. Esperamos que les vaya bien a todos ellos. Y por encima de todo, en tanto que reyes y sacerdotes de Dios que profesamos ser, lo que más deseamos es que también ellos, juntamente con el resto de los seres humanos, sean un día recibidos con los brazos abiertos en el Reino de Cristo, su Señor y el nuestro.

Autor/a: Juan María Tellería


El pastor Juan María Tellería Larrañaga es en la actualidad profesor y decano del CEIBI (Centro de Investigaciones Bíblicas),Centro Superior de Teología Protestante./ Fuente Lupa Protestante

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