…que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según Dios (1 Pedro 4, 6b)
Hace unas cuatro décadas, cuando apenas contábamos unos once o doce años, ojeábamos un día lo que nos parecía un libro de chistes que había en la biblioteca de casa, obra de un dibujante y humorista catalán bien conocido en la época, Jaume Perich, “el Perich”, como se le llamaba entonces. El título del libro era Autopista, un gran éxito en su momento —está considerado en nuestros días como un referente inigualable de aquellos tiempos, una especie de parodia deCamino de Escrivá de Balaguer—, y en una de sus páginas aparecía una viñeta en la que se veía un hermoso mausoleo ricamente construido y decorado, todo él hecho de mármol y otros materiales evidentemente muy costosos, rematado por una cruz; a cierta distancia, en cambio, se leía en un cartel el rótulo “fosa común”; y del mausoleo salía un “bocadillo” con la declaración que nos sirve de título para esta reflexión de hoy y que es un conocido adagio: La muerte nos iguala a todos.
La ironía socarrona de “el Perich” nos ha venido a la mente en estos últimos días al leer y escuchar en los medios de comunicación acerca de dos decesos muy recientes, acaecidos ambos en nuestro país el día 8 de los corrientes. El primero, el de la señora María Antonia Abad Fernández; el segundo, el del señor José Luis Sampedro Sáez. Ella, conocida en sus inicios artísticos como Sarita Montiel, la actriz española (y también de nacionalidad mexicana) que aparecía en ciertos westerns (las “películas de vaqueros” o “de indios” que decíamos en nuestra época) normalmente en papeles de piel roja o de “chicana”; más tarde, como Sara Montiel, actriz y cantante de renombre, protagonista de ciertas películas que hicieron época, como El último cupléo La dama de Beirut, en las que evidenció su talento interpretativo; y finalmente, como “la Saritísima”, figura no exenta de controversia en sus apariciones públicas, con sus partidarios a ultranza y sus detractores acérrimos, sus fieles devotos que exaltaban sus valores y justificaban sus errores, y sus enemigos que la señalaban como imagen del franquismo o incluso venteaban ciertos trapos sucios de su vida personal. Él, por su parte, escritor, humanista y economista, profesor universitario que en su día tuvo sus quebraderos de cabeza con el régimen franquista, y que en los últimos tiempos había abogado por un sistema económico más humano, más solidario, capaz de contribuir a desarrollar la dignidad de los pueblos; sus críticas abiertas al sistema capitalista y neoliberal imperante en nuestras latitudes le hicieron alinearse con los indignados de mayo del 2011, lo que lo convirtió en persona non grata para algunos sectores sociopolíticos españoles.
Dos figuras destacadas, sin duda alguna, cada una en su área, en su esfera. Dos figuras realmente igualadas en la muerte, al menos en el sentido más biológico y hasta metafísico, si se quiere, del término. Pero, al igual que en la viñeta de Jaume Perich, con una enorme y aplastante diferencia. Las exequias de la señora María Antonia Abad Fernández han tenido una amplia repercusión en los medios de comunicación. Además de las entrevistas a familiares y amigos del mundo del espectáculo, ampliamente difundidas, su traslado al camposanto y correspondiente inhumación han sido acompañados de grandes muchedumbres que colapsaban vías urbanas, amén de proyecciones de imágenes y canciones suyas en grandes pantallas, y toda una serie de anécdotas y mil y una historias que se han venido prodigando en los rotativos hasta el día en que redactamos estas líneas. La despedida del señor José Luis Sampedro Sáez, por su parte, si bien ha ocupado ciertas columnas en algunos diarios y unos pocos minutos en los noticiarios televisados, ha pasado más bien desapercibida para la mayoría. Tan sólo en ciertas revistas o publicaciones especializadas se ha emitido alguna reseña de su vida y su obra o se ha expresado alguna opinión sobre sus trabajos y su pensamiento. Únicamente en círculos muy restringidos se ha comentado algo acerca de su actividad y las repercusiones que ha tenido o podría tener de aquí en adelante.
No se nos malinterprete. No estamos diciendo que la señora María Antonia Abad Fernández no mereciera las muestras de cariño de quienes han sido su público fiel, sus familiares, amigos y allegados. No pretendemos que se entienda que la señora María Antonia Abad Fernández fuera “la mala” de la película (¡y nunca mejor dicho!), mientras que el señor José Luis Sampedro Sáez habría de ser forzosamente “el bueno”. Esas divisiones maniqueas (¡e infantiles!) entre “buenos” y “malos” no son de recibo en un pensamiento protestante cuando nos atenemos a las palabras de Jesús que afirman haber sólo uno verdaderamente bueno, es decir, Dios (Marcos 10, 18). Lo que pretendemos vehicular con esta reflexión es que, por desgracia, los seres humanos no igualamos a todos en la muerte, no damos a nuestros semejantes un trato equitativo, y que en ocasiones —y ello es síntoma de una carencia realmente grave— no reconocemos el valor de quienes llevan adelante ciertas labores de gran calado pero tal vez no demasiado divulgadas (a lo mejor es que no interesa que se divulguen, las cosas como son), sino que únicamente nos fijamos en aquello que parece más glamoroso, más atrayente por su apariencia. Al parecer, tal es la característica más significativa, se oye por ahí, de los pueblos incultos, a los que es fácil manejar con aquello del panem et circenses de los antiguos romanos, el “pan y circo” que decían —luego se dijo “pan y toros” en nuestras latitudes, pero hoy resulta un tanto impopular; algunos prefieren adaptarlo como “pan y fútbol”, más actual, aunque con idénticos resultados.
Desde estas líneas deseamos tan sólo manifestar nuestra admiración a la labor y trayectoria tanto de la gran artista que fue Sara Montiel como del gran pensador y humanista que hemos perdido en José Luis Sampedro. A ambos los encomendamos a las manos misericordiosas de Dios Nuestro Señor, que les proveyó de talentos y les permitió llegar a unas edades avanzadas dándoles ocasión de ejercitarlos en bien de todos.
No nos corresponde emitir sobre estas personas juicios condenatorios por sus errores o desaciertos, que sin duda los tuvieron, humanos como eran; no tenemos autoridad alguna para lanzar anatemas contra ellos en base a asuntos de vida privada o cuestiones ideológicas controvertidas. Si alguien se atreve a tanto, que lo haga y asuma la responsabilidad correspondiente. Como cristianos no podemos jugar a ser Dios. Lo único que ahora nos corresponde es expresar nuestro agradecimiento a la memoria de estas dos figuras públicas por sus trabajos y las repercusiones positivas que éstos han tenido en las vidas de los demás, que han sido muchas, sin duda alguna, aunque en áreas diferentes.
Aunque desgraciadamente no ante los hombres, la muerte sí nos iguala a todos ante los ojos de Dios. Y eso es algo realmente bueno.
- Crédito para la imagen que ilustra el articulo pulsar quí
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