Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.(Génesis 2, 24 RVR60)
Nuestra reflexión de la semana pasada sobre la misión real de la Iglesia, que es —según decíamos— hablar alto y claro en la sociedad dando testimonio de Cristo y su mensaje redentor, ha sido al parecer bien recibida por muchos creyentes lectores de “Lupa Protestante”, como se ha evidenciado en la correspondencia privada que hemos estado recibiendo y leyendo con mucho interés a lo largo de esta semana. Uno de los amigos que se han dirigido a nosotros nos expresaba su preocupación por el hecho de que la sociedad occidental hodierna, y más concretamente la sociedad española (aunque nos imaginamos que otras no le van a la zaga) —citamos literalmente— “no sólo te pone mala cara o te ningunea si dices que eres cristiano y cristiano evangélico, sino que por sólo el hecho de expresar tus convicciones sobre ciertos asuntos como la familia tradicional enseguida te llaman “facha” y te marcan y ya lo tienes todo perdido”. Estas palabras nos han dado que pensar durante estos dos últimos días, tanto que hemos decidido compartir hoy con todos nuestros amigos y amables lectores de “Lupa” un pensamiento que también puede ser tildado de “políticamente incorrecto” —¡y a mucha honra!— y que se fundamenta en el versículo que citamos en el encabezamiento.
El artista, pues lo era sin duda alguna, que compuso el capítulo 2 del libro del Génesis, o mejor, Génesis 2, 4b-25, lo que los exegetas y eruditos designan como Segundo relato de la Creación, no sólo mostró un gran dominio de la lengua hebrea y sus recursos internos, sino que manifestó una sensibilidad extrema —inspirada por el Gran Autor de las Escrituras, ciertamente— en relación con una de las instituciones más sagradas de la humanidad. Sí, hemos dicho bien, “de la humanidad”. No “del pueblo de Israel”, ni tampoco “de la Iglesia del Nuevo Testamento”, sino de todo el conjunto de la especie humana, o sea, de los pueblos antiguos y modernos, primitivos y tecnológicamente más desarrollados, orientales y occidentales, septentrionales y meridionales, blancos, negros, amarillos, cobrizos y aceitunados, ricos y pobres, creyentes y ateos, judíos y gentiles, pasados, actuales y futuros. El hagiógrafo que compuso esta a la vez sencilla y compleja narración quiso vehicular la idea de que la unión de un hombre y una mujer, mucho más allá de la simple procreación biológica, es algo querido y especialmente bendecido por el Creador del universo, tanto que alcanza unas dimensiones incluso teológicas. De ahí que en el Nuevo Testamento llegue incluso a figurar la especial vinculación de Cristo con su Iglesia. De ahí que el propio Jesús emita una sentencia sobre la indisolubilidad matrimonial, apelando precisamente a este pasaje del Génesis, que ha llevado de cráneo a tantos intérpretes de las Escrituras a lo largo de los siglos. De ahí finalmente que algunas denominaciones cristianas históricas hayan declarado el matrimonio un sacramento, y otras que no lo han hecho le atribuyan, no obstante, un altísimo valor, tanto que se requiere siempre la presencia de un ministro de culto para proclamar la bendición divina sobre los contrayentes. ¿Podemos los cristianos actuales negar todo este bagaje, no sólo cultural, sino teológico que reviste la institución matrimonial, sin traicionarnos a nosotros mismos, y lo que es peor, sin traicionar una enseñanza de base que es bíblica?
Sinceramente, tanto se nos debe dar que declaraciones como éstas resulten hoy políticamente incorrectas. Quien compuso el relato de Génesis 2, y lo hizo bajo la inspiración del Espíritu Santo, no se planteó si su narración molestaba o no en su propia sociedad, en el mundo que él conocía. Y eso que lo que describe no casaba demasiado bien con los patrones de la cultura semítica en medio de la cual vivía, un tipo de civilización de claros tintes machistas y además polígama y minusvaloradora del papel de la mujer, como no podía ser menos. A Jesús Nuestro Señor poco le debió importar la inhumana casuística farisea cuando, fundamentándose precisamente en esta narración, proclamó el valor inmenso que tiene ante Dios la institución matrimonial de los orígenes, la unión permanente de un varón y una mujer en total compenetración física y anímica.
Resulta muy lamentable que nuestra sociedad actual también se estrelle en este punto concreto. ¡Se estrella en tantos! Pero aún diremos más: es en este punto concreto donde hace especialmente patente su total decadencia. Las sociedades humanas, desde el Paleolítico hasta hoy, han cimentado su estabilidad en la institución familiar que describe el capítulo 2 del Génesis, alejándose de ella unas más y otras menos. Lo cierto es que si este modelo de familia se tambalea, la sociedad entera cae.
Como creyentes protestantes, dicho sea con la mayor honestidad intelectual posible, no podemos dar en conciencia nuestro apoyo a ideologías o filosofías de tipo extremista, por mucho que pretendan a veces ampararse en motivos religiosos, que rechazan sin contemplaciones cuando no condenan prácticamente al exterminio a quienes por circunstancias muy personales, muy privadas y muy dignas en principio de todo respeto, no pueden (o no desean) entrar en este patrón familiar aquí descrito. No todos somos tan iguales como pretenden ciertos demagogos que llenan con discursos y arengas páginas de rotativos, ediciones de noticiarios y mítines políticos. Cada persona, se dice, es un mundo, y por encima de todas sus particularidades está el hecho de que constituye un ser humano, imagen y semejanza del Creador, es decir, acreedor de toda la consideración y deferencia inherentes a su naturaleza y condición de tal. Y por la misma razón, tampoco podemos bascular hacia otros extremos que pretenden con igual virulencia equiparar lo inequiparable o atribuir status legal a lo que constituye a todas luces una anomalía y una desviación del propósito original para nuestra especie. Independientemente de cuál sea la condición o la orientación sexual de una persona determinada, que es algo que nos viene dado en los genes y que, dígase lo que se quiera, no siempre elegimos, hay un principio básico fundamental bien señalado por el Supremo Hacedor y que es el que debe marcar la pauta de las sociedades humanas. Nuestra comprensión y respeto de la realidad diferente que viven muchas personas, y que es algo a lo que como cristianos estamos llamados, no puede conllevar la negación o la anulación de un planteamiento que nos viene dado claramente expuesto en las Escrituras, es decir, en la Palabra Viva del Dios Vivo.
Sigamos, pues, siendo políticamente incorrectos. Es lo que nos corresponde.
__
No hay comentarios:
Publicar un comentario